Pedro García Cuartango-ABC
- No puede retroceder ni pactar nada que no sea una victoria sin condiciones
Todo o nada. Putin ya no puede dar marcha atrás en una guerra en la que, si fracasa, no sólo tendrá que abandonar el poder, sino que también acabará en un banquillo por los crímenes cometidos a lo largo de más de dos décadas.
El coste de la victoria será muy alto para Rusia, pero el de la derrota será inmenso. En cualquiera de los dos casos, los oligarcas pueden forzarle a abandonar el Kremlin. Lo que Putin no pudo prever es la reacción de Estados Unidos y la Unión Europea, cuyas sanciones han ido mucho más allá de las de 2014 cuando se anexionó Crimea y ocupó el Donbass.
Stalin gobernó la Unión Soviética durante casi 30 años, un objetivo que Putin probablemente quiere superar tras reformar la Constitución. Como el dictador georgiano, ha construido un aparato de poder, cimentado en el control del Ejército, los servicios secretos y los medios de comunicación.
Si Stalin eliminó a Kamenev, Zinoviev, Bujarin, Radek y otros dirigentes de la vieja guardia, a Putin no le ha temblado el pulso para ordenar el asesinato de Politovskaya, Litvinenko, Skripal, Nemtsov y probablemente Berezovski, sobre cuyo suicidio hay dudas. Nunca ha sentido reparos morales para exterminar al adversario. Ahí está Navalny pudriéndose en la cárcel.
Putin no permite la menor disidencia ni protesta pública. Hace unos días su Policía detuvo a niños de seis años que llevaban una pancarta contra la guerra. Ha cerrado los medios hostiles y ha encarcelado a miles de disidentes.
El paralelismo más importante entre Stalin y Putin es su concepción imperial de Rusia. El líder soviético aprovechó su victoria en la II Guerra Mundial para hacerse con el dominio de la Europa del Este. Ahora el amo del Kremlin quiere recuperar Ucrania como provincia rusa.
También los dos tiranos se parecen en el culto a la personalidad, fomentado hasta extremos patológicos. No hay más que observar la grandiosidad de los escenarios en los que se muestra Putin, que reproduce miméticamente el comportamiento de los zares.
El presidente es un producto típico del KGB, cuya cultura forjó su personalidad. Stalin era un profesional de la revolución, que colocó a títeres que manejaba a su antojo al frente del OGPU y el NKVD, precedentes del KGB. Millones de disidentes fueron ejecutados o enviados a Siberia. Lean a Solzhenitsyn para constatar hasta donde llegó el terror.
Ni Stalin estaba loco, ni lo está Putin. Ambos comparten ese carácter frío, calculador y maquiavélico, que se resume en que el fin justifica los medios. La invasión de Ucrania tiene precedentes en sus intervenciones en Chechenia y Georgia, donde entró a sangre y fuego. A Putin ya no le queda otro remedio que morir matando. No puede retroceder ni pactar nada que no sea una victoria sin condiciones. Sólo entiende un lenguaje: el de la fuerza.