No había escuchado tal término hasta que acudí a la presentación de la biografía de Fernando Buesa, escrita por Antonio Rivera y Eduardo Mateo, el mes pasado en Vitoria-Gasteiz. La pronunció José Antonio Zarzalejos, director de EL CORREO en los 90, quien intervino en el acto por videoconferencia desde Madrid y en un par de ocasiones utilizó la palabra ‘trasterrados’ para referirse a los miles de vascos que, como él mismo, abandonaron su tierra natal por la presión terrorista y, aunque enraizados ya en sus nuevos hogares, siguen añorando su patria chica. En su emotivo mensaje, pidió al lehendakari Urkullu, presente en la sala, que liderara la reconciliación todavía pendiente en nuestra tierra.
La lectura de la citada biografía produce desasosiego. Recordar el clima político que envolvió el asesinato de Buesa y de su escolta, Jorge Díez -Lizarra, la tregua rota, la manifestación partida del 26 de febrero de 2000…-, nos hace sentir que las cosas han mejorado bastante en los últimos veinte años, pero el término ‘trasterrados’ nos recuerda que, además de las víctimas de atentados, fueron muchísimas las personas que se vieron forzadas a abandonar su tierra por la presión con que ETA estrangulaba a la sociedad vasca.
En muchos casos eran víctimas directas: ya familiares de personas asesinadas que necesitaban alejarse del escenario del crimen, ya empresarios extorsionados o simplemente individuos asqueados, amenazados o atemorizados. Pero en otros casos la presión no procedía directamente de ETA, sino de un entorno nacionalista crecientemente radicalizado que imponía unos requisitos lingüísticos, unos valores y un desprecio tal hacia quienes nos sentíamos tan vascos como españoles y mundiales que en muchos casos invitaba al autoexilio.
¡Qué indeterminación lingüística! Hablar de exilio suena demasiado fuerte, casi parece ofensivo hacia quienes huyen de las guerras de verdad. El amigo Calleja publicó ‘La diáspora vasca’ en 1999 para referirse a quienes se vieron obligados a una mudanza semiclandestina por culpa de ETA pero a mí me suena excesivo el término, como si quisiéramos emular lo nuestro con el padecimiento histórico del pueblo judío.
También podríamos hablar de destierro porque el término expresa perfectamente la privación del territorio natal, solo que la expresión suena demasiado jurídica, a castigo estatal para el Cid o para Unamuno y no recoge esa desolación íntima asociada al dolor de tener que irte tú mismo porque percibes que en tu casa, en tu paisito, empiezan a tratarte como a un extraño.
Quizás por eso me gustó la expresión mencionada, ‘trastierro’. Busco en el diccionario y sí, existe, y matiza el rigor del destierro con la aceptable acogida en el nuevo destino. Ciertamente, el prefijo ‘tras’ ya evoca la noción de trasplante, traslación, traslado… y no tienen un matiz tan tremendista. Tal vez por ello, por su carácter larvado y silencioso, está tan poco presente en la conciencia colectiva.
Lamentablemente, nadie parece recordar, nadie quiere recordar que en el País Vasco, al arrimo del terrorismo etarra, se produjo una variedad de limpieza étnica que ‘invitaba’ a largarse a todo aquel que no comulgara con las ruedas de molino nacionalistas. En la revisión del ‘relato’ que aún tenemos pendiente, y al que la reciente oleada de producciones audiovisuales está contribuyendo de un modo muy interesante, creo que no nos estamos acordando lo suficiente de todos esos vascos y no vascos que salieron de nuestra tierra contra su voluntad, hastiados por una convivencia asfixiante.
Me permitirán una confidencia personal. Cuando supe que mi prima Cristina tenía un tumor cerebral y la visité en su casa de Alicante, me quedé perplejo al contemplar las paredes de su apartamento repletas de fotos, cuadros y láminas de la familia, de San Sebastián, de esculturas de Chillida, de imágenes vascas. Sin más palabras comprendí cuánta ausencia, cuánto dolor impregnaba esa lejanía silente de tantísimos vascos expulsados de su tierra sin más motivo que el chantaje, la ideología, el odio y la amenaza.
Creo que sí, lehendakari, hay una reparación pendiente hacia todos esos ‘trasterrados’, ya fueran vascos de origen que no supieron o quisieron adaptarse a los requisitos ideológico-lingüísticos del nacionalismo o vascos de adopción que retornaron a sus lugares de procedencia, o a otros, espantados por el recibimiento o las dificultades que encontraron para asentarse entre nosotros. Como en la novela ‘Patria, de Fernando Aramburu, para que Bittori pueda volver a su pueblo, para que encuentre por fin el abrazo pendiente, aún quedan muchas ventanas por abrir, muchos espacios por ventilar, muchas palabras por decir. Es una deuda que tenemos con Fernando Buesa y con tantísimas otras víctimas, sí, pero también con todos aquellos vascos anónimos, o no tanto, como Imanol Larzabal, que murieron en la distancia, impregnados de ausencia.