DAVID GISTAU-El Mundo
No olvidemos que hablamos del hombre que, todavía ayer, moteja de «sensiblería» el tráfico de sentimientos de la nueva política y la preponderancia de una legitimidad distinta que ubica las emociones –sobre todo si son colectivas– por encima hasta de la ley.
En esta jornada previa a la elección, el auditorio pareció albergar una de esas misas funerales a la americana durante las cuales los amigos del fallecido salen por turno a hacerle una elegía. Sólo que el muerto escuchaba y sentía. Cada uno lo hizo a su manera. Ana Pastor, cuya chaqueta verde parecía conferirle virtudes miméticas cuando se confundía con la pradera elegida como fondo de pantalla bucólico, tiene con Rajoy una amistad íntima y por ello se refirió hasta tres veces a la «buena persona», además de al presidente para quien todo empezó una noche en la que se presentó en Sangenjo a pegar carteles.
María Dolores de Cospedal, de salida ella misma, y todavía estupefacta por lo que a buen seguro considera una muestra de ingratitud del partido que la excluyó en la primera vuelta después de hacer de teniente Ripley con el Alien infiltrado de la corrupción, tuvo una intervención más política y vindicativa –del ciclo de Rajoy, del partido y el orgullo de pertenencia, de ella misma–. E incluso aderezó la emotividad ambiental con algunos fustazos políticos dirigidos a Sánchez y a las futuras tropelías de éste que al PP corresponderá vigilar. Aquí se apropió para el PP del imperativo moral heredado de la lucha antiterrorista y de la propia España que, como nación de los libres e iguales, no dispondría de otras siglas a las que encomendarse: Cospedal, de hecho, ya estuvo a punto de romper a llorar sólo por oír el himno, que sonó en la apertura del Congreso.
A pesar de los temores de algunos miembros del equipo de Casado, Rajoy no utilizó su discurso para prestar apoyo a nadie. Más allá de la previsible defensa de su legado como presidente –«Dejo una España mucho mejor»– y de la demostración de que aún conserva resentimiento por no haber sido desalojado con unas elecciones sino con una moción, lo que terminó expresando fue una vibrante defensa del oficio de la política y del servicio público en una época en que esa vocación está desacreditada socialmente. Las referencias finales a su familia lo vincularon a su acepción más humana: se habría dicho que sus promesas de futuro más hondas son aquellas por las que se compromete a no volver a faltar a una celebración familiar, a una reunión en el colegio, a una visita al médico. En su epílogo, Rajoy se disuelve en la noción de la «familia normal», y lo hace sin la impresión de haberse dejado algo sin hacer en política, lo hace conforme. La ovación final fue reparadora después de la clandestinidad de su salida en el reservado de Arahy.
Culminada la despedida, por fin podemos rebozarnos en la maldad de los que pugnan por tripular ese futuro que el partido se está buscando. Casado hizo una entrada triunfal, arropado por gritos de «¡Presidente!» y por esa credencial humana de centrismo en que se ha convertido el hijo de Adolfo Suárez. Se hizo un poco de lío en su intervención para los periodistas con su intento de citar el «final del principio» del discurso de Churchill después de la derrota del África Korps.
Parece ser el favorito de los que ven una oportunidad de refundación profunda y de orgullo ideológico, mientras que los miembros de su equipo confiesan temor al día siguiente de las represalias si gana Sáenz: «No hará prisioneros». Es verdad que la inquina entre banderías ha alcanzado proporciones tales que las llamadas a la integración de los derrotados suenan retóricas, convenientes. Quienes hasta hace poco eran compañeros, separados ahora por el antagonismo de las primarias, evitan saludarse y dirigirse la palabra cuando se cruzan en un pasillo.