ABC-IGNACIO CAMACHO
Huele a años treinta. A trincheras ideológicas, a Frente Popular y a CEDA. A Historia repetida como drama y comedia
HACE tiempo que huele a treintañismo en España. Un aroma histórico de peligrosas resonancias que se empezó a expandir con Zapatero y sus coqueteos con la legitimidad republicana. Pero ha sido en los últimos cinco años, desde la aparición de Podemos y el acelerón del procés, cuando esa siniestra fragancia ha impregnado la escena pública de forma generalizada. Olía a años treinta en la insurrección catalana, en la retórica extremista de soflamas revolucionarias, en la campaña de los radicales contra la institución monárquica. Y sigue oliendo cuando Pablo Iglesias responde a la derrota electoral andaluza con una llamada al levantamiento de masas o cuando un nuevo partido conservador envuelve su programa en el aire de reconquista de una nueva Cruzada. Se diría que las nuevas generaciones, alejadas de la Transición y su pacto de concordia democrática, han perdido el miedo a la tragedia civil para sustituirlo por una especie de nociva nostalgia. La melancolía de lo no vivido, la devastadora osadía de la ignorancia.
El planteamiento de las elecciones de abril también recuerda al episodio crítico de aquella década. A un lado, la coalición Frankestein entre la izquierda y un nacionalismo encabritado tras el fracaso de su revuelta. Al otro, el bloque de las tres derechas. En la atmósfera, un ambiente político de antagonismo bipolar que evoca reminiscencias de la confrontación entre el Frente Popular y la CEDA. Claro que hay diferencias; las más importantes –y afortunadas– de ellas son la falta de un clima social de hostilidad violenta y el marco estable que impone la plena integración en la civilidad europea. Pero el achique de la moderación, los cordones sanitarios, la sensación de emergencia, el trincherismo banderizo, la tensa escalada de hipérbole dialéctica o la extensión de una idea de crisis del sistema remiten al viejo adagio hegeliano-marxista de la repetición de la Historia como drama y como comedia.
La clave es la desaparición del consenso. El gran hallazgo de la refundación de la democracia, el que permitió encerrar los demonios del enfrentamiento, fue la conciencia de que las libertades sólo podían basarse en un mutuo acuerdo que evitase la preponderancia de medio país sobre el otro medio. La Constitución es la expresión de ese pacto estratégico que preservaba el modelo de sociedad y de Estado a salvo de contingencias y cambios de Gobierno. Y eso es lo que está en cuestión bajo el actual revisionismo de los fundamentos: el concepto de la nación como ámbito de encuentro. La quiebra del bloque constitucionalista ha convertido la legítima pugna por el poder en una ruptura del convenio que unía a los ciudadanos en un mismo proyecto, en un régimen común de obligaciones y derechos. Ya es triste que ochenta años después algunos parezcan dispuestos a desandar ese largo y complejo, pero al cabo venturoso, camino de progreso.