JON JUARISTI, EL CORREO 28/07/13
· Como los atentados terroristas, los grandes accidentes ferroviarios erosionan los consensos políticos.
Lo excepcional en el universo, decía Chesterton, es el orden; lo normal es el caos. Lo maravilloso, añadía, es que un tren con destino a la Estación Victoria llegue a la hora prevista a la Estación Victoria, y no que se extravíe para siempre en una galaxia ignota.
Lo normal en el universo son las colisiones, la deriva ciega de los detritos astrales golpeándose entre sí a impulsos de la onda terrible de la explosión primigenia. Lo normal es la inercia, la excepción es la vida. Lo normal es la inconsciencia, la locura y el fanatismo. Lo improbable es la razón, frágil lámina congelada sobre la ciénaga original. Lo normal es el desierto: la ciudad es el milagro.
Frente a la ubicuidad del azar trágico, la voluntad humana representa una rebelión interminable, focal, empeñada en la insurgencia permanente, como escribiera Gabriel Celaya, «para salvar las formas posibles de la vida, / para ser simplemente frente al inmenso caos». El tren, creación de la euforia romántica, proporcionó a la voluntad de poder un símbolo perfecto. Fue la primera máquina autónoma, no dependiente de la tracción de sangre. Puso a prueba, con éxito, el ideal de planificación eficaz que guió la revolución industrial, y se convirtió en una metáfora política ineludible.
De ahí que las catástrofes ferroviarias tengan un efecto depresivo inmediato en las sociedades contemporáneas, mucho más que las catástrofes aéreas. No sólo porque el número de usuarios de los trenes siga siendo mayor que el de los que viajan en avión, sino porque —de modo no del todo subconsciente— intuimos que en el vuelo hay un elemento de desmesura y, por tanto, de peligro, mientras tendemos a atribuir al tren una seguridad absoluta, tranquilizadora, pareja a la que debería garantizar el Estado a todos sus ciudadanos (en países como España, donde las líneas férreas son de propiedad pública, la identificación no requiere mediaciones: si los trenes no funcionan, es el Estado lo que no marcha). Por eso, el accidente ferroviario dispara las imputaciones, las multiplica. Al contrario de lo que sucede en los accidentes de aviación o de tráfico por carretera, se busca siempre una culpabilidad compleja que incluya responsables políticos.
Si a algo se asemeja este tipo de reacción colectiva es a las que producen los atentados terroristas. Y en el caso de la conmoción suscitada por el accidente de Santiago, tal semejanza se refuerza fatalmente porque las imágenes del Alvia destrozado, las de los equipos de rescate e incluso las de las colas ante los centros de transfusión, nos han traído a la memoria las de los trenes de Atocha salvajemente destruidos por las bombas yihadistas del 11-M. Tampoco entonces se detuvo la cadena de imputaciones en los autores de los atentados. Tanto estos como los héroes de la primera hora fueron rápidamente olvidados en aras de un sucio revanchismo político que provocaría a su vez una respuesta rencorosa, sumergiendo a la sociedad española en una pesadilla paranoica todavía inmune al paso del tiempo. Tal circunstancia debería volvernos más prudentes, pero sospecho que no aprendemos del pasado, ni del más próximo. A lo que se añade la desdichada coincidencia de la fecha, con todas sus connotaciones religiosas. This train is bound for Glory, reza un famoso negro-spiritual: «Este tren está destinado a la Gloria». El Alvia parecía estar destinado, si no a la Gloria, sí al menos al Pórtico de la Gloria del Maestro Mateo. No llegó. Se perdió en una galaxia absurdamente aleatoria y mortal. A pesar de ello, deberíamos tratar de que nuestros trenes sigan llegando, como diría Chesterton, al milagro de su correspondiente Estación Victoria.
JON JUARISTI, EL CORREO 28/07/13