El ministro, instalado en su mundo zurdo y plurinacional, se ha conjurado para enterrar al tiempo, ese azote
Se ha puesto de moda criticar al ministro del Gobierno encargado del funcionamiento de los trenes por el hecho de que, desde su llegada al sillón, han perdido su compostura horaria y llegan a su destino a la hora que les peta.
Circunstancia –dicen los críticos de esta alta autoridad- que se nota mucho porque la Renfe, desde su nacimiento, ha sido muy estricta, como lo demuestra su esmero en afinar: “salida del tren a Palencia, 17.23; llegada, 19.14”.
Siempre he pensado que los minutos, esos estorbos, se han inventado precisamente para que Renfe nos deje boquiabiertos con estos alardes de puntualidad.
El camino más largo
Ahora, según lenguas perversas, este rigor se ha desmoronado. Y ello es objeto de descalificación.
Ocurre, sin embargo, que el ministro es simplemente un enemigo de las prisas. Y hace bien porque en los libros de Josep Pla habrá leído cómo el sabio ampurdanés, antes de emprender un viaje, estudiaba los trayectos para elegir el más largo, aquel que le permitiera entregarse más morosamente a sus soliloquios y disfrutar del paisaje para luego trasladarlo a sus descripciones, todas ellas llenas de imágenes y adjetivos reverberantes.
Lector afanoso como es el señor ministro, no hay más que ver sus hechuras, habrá frecuentado a Marcel Proust. Pues bien, este francés, emperador de las sutilezas, mandó parar el tiempo en los relatos, donde andaba desbocado, hasta dejarlos inmóviles y rellenos de magdalenas.
Debemos regocijarnos porque, en las grandes demoras de los trenes, los espíritus armónicos buscan una especie de inmortalidad, la conocida inmortalidad ferroviaria, de vías que nunca acaban, de estaciones sin tiempo, eternas, con viajeros que viven la utopía definitiva, aquella que alberga una vida sin horarios de trenes.
De manera que la sólida cultura libresca del ministro nos está salvando pues que ha declarado la guerra a la prisa a la que quiere destruir con su imaginación ministerial y con su verbo agresivo, desvergonzado y canalla.
La burguesa puntualidad
Todo le parece bien para acabar con ese monstruo, para deshacer las angustias de la urgencia, la dictadura del reloj y esa tiranía bronca de las alarmas y de los despertadores.
El ministro, instalado en su mundo zurdo y plurinacional, se ha conjurado para enterrar al tiempo, ese azote.
Sabe que burlar al tiempo es colmar de bohemias el horizonte.
Todo ello sin contar con que un retraso del tren eterniza las despedidas entre los amantes, aquilatando caricias. Gracias a un retraso se puede sepultar en una estación una desavenencia o aclarar un malentendido.
Loa pues al ministro progresista que ha inaugurado el puente que nos libera de la burguesa puntualidad.
Prisas: tiranía y ritual de impaciencias.