Las instituciones se presentan como el último salvavidas para ciudadanos y empresas si persisten las dificultades. Se trata de un adocenamiento inducido por su naturaleza partidaria, que les lleva a mantener el secreto de unas cuentas públicas cuya liquidación final ya no integra la dialéctica gobierno-oposición.
La abstención de los parlamentarios jeltzales en la votación de las enmiendas a la totalidad a los presupuestos del Gobierno López el pasado jueves obtuvo ayer la respuesta correspondiente en la disposición favorable de los socialistas a la tramitación de las cuentas forales de los tres territorios. La entrañable relación escenificada por Zapatero y Urkullu para salvar los presupuestos generales del Estado y garantizar la continuidad de la legislatura dejó en mal lugar al lehendakari López. Pero el cruce de favores por los que nacionalistas y socialistas dicen garantizar la estabilidad presupuestaria en tiempo de recortes adquiere toda la delicadeza de una oportunidad perdida para clarificar hacia dónde debe orientarse el dinero público en Euskadi.
El PNV renunció a interpretar los presupuestos generales de Zapatero con ojos críticos, porque su objetivo era postularse como su verdadero interlocutor en Euskadi, presentándose como la formación vasca más influyente. Pero la generalización de un pacto basado en el «si tú no te metes con lo mío yo no pondré pegas a lo tuyo» sitúa a la baja el sentido de la responsabilidad política que facilitaría la tramitación presupuestaria, y convierte cualquier disputa partidaria -a las que el diputado general de Vizcaya se ha mostrado tan proclive últimamente- en la representación de una confrontación política tan estéril como engañosa.
El trenzado de votos favorables y abstenciones al que han procedido socialistas y nacionalistas asegura que 2011 cuente con sus propios presupuestos. Pero en ningún caso garantiza que sean los mejores, ni siquiera dentro de lo posible. Sencillamente porque la sintonía alcanzada no se basa en un acuerdo de austeridad compartida, en una revisión coincidente de los costes de cada administración, en una escala de prioridades establecida al unísono sobre la relación entre gasto e inversión, y en el destino de esta última. Qué decir del capítulo de ingresos, después de que al lehendakari López se le ocurriera enunciar la necesidad de un debate sobre el futuro de la fiscalidad para después de los próximos comicios locales y forales.
No parece que en esta legislatura la autoridad socialista pueda concitar la anuencia nacionalista para afrontar una cuestión que la mayoría jeltzale había soslayado históricamente, porque resulta más cómodo atenerse al dictado de Madrid a la hora de fijar la carga impositiva y su progresividad mientras se recaban más recursos de los que pueda disponerse en virtud del Cupo.
El intercambio de favores al que han accedido nacionalistas y socialistas en la tramitación de los presupuestos de la Comunidad Autónoma y de las tres diputaciones se basa en el ineludible reconocimiento de la autonomía de que goza cada institución y en las aportaciones pactadas que las haciendas forales han de realizar a favor de los órganos comunes del autogobierno. Las diferencias interinstitucionales en cuanto a la evolución del gasto y de la inversión de cara a 2011 pueden explicarse en parte por la actuación desarrollada por cada institución en los dos ejercicios anteriores y en parte por el distinto comportamiento de la recaudación.
Pero el establecimiento de un pacto de silencio entre las dos primeras fuerzas, que directa o indirectamente compromete también al PP, sumado a una contestación caricaturizada de las cuentas públicas por parte de las restantes fuerzas de oposición, que se han limitado a calificarlas de antisociales, neoliberales o -en el caso de UPyD- de haber renunciado al cambio en Euskadi impide siquiera preguntarse, a modo de ejemplo, por qué el Gobierno vasco y las diputaciones de Álava y Guipúzcoa incrementan su presupuesto en torno a un 2% mientras que la diputación de Vizcaya lo hace en un 6%.
El pacto de silencio entre socialistas y nacionalistas, al que los populares añaden únicamente alguna puya contra Zapatero, representa una invitación a que la ciudadanía se muestre indulgente con las instituciones con el argumento de que hacen lo único que pueden por culpa de la recesión. En realidad la crisis se ha convertido en un argumento oportuno para que todo siga más o menos como estaba. No solo se trata de la vana esperanza a la que los gobernantes se aferran de retornar algún día al ciclo de crecimiento con el que los actuales gestores se acostumbraron a manejarse en política. Paradójicamente, a pesar de que la ciudadanía se muestra descreída respecto a la capacidad real de las instituciones para corregir los desvaríos del mercado y sus efectos sobre el empleo y la competitividad futura, las instituciones parecen conducirse con la seguridad de que sus incertidumbres son menores que las que experimenta la sociedad.
Así es como se arrogan, si no el prurito de una infalibilidad maltrecha por los acontecimientos o el de la omnipotencia estatista ridiculizada por los especuladores, cuando menos la presunción de que constituyen el último salvavidas al que pueden agarrarse los ciudadanos y las empresas si persisten las dificultades. Se trata de un adocenamiento inducido por la naturaleza partidaria de las instituciones, que así logran mantener el secreto de unas cuentas públicas cuya liquidación final dejó hace tiempo de formar parte de la dialéctica entre gobierno y oposición.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 11/12/2010