La capacidad de persuadir y ser persuadidos con razonamientos morales, desligados de una obediencia partidista, constituye un elemento esencial de lo que se consideró una educación «liberal». Y también es la pieza básica de una «ciudadanía reflexiva», algo que va a ser cada vez más difícil de obtener y más imprescindible en la Europa del futuro.
Un colega profesor de ética, más desencantado que cínico, me comunicó hace tiempo que por fin había encontrado una definición de su materia con la que todo el mundo parecía estar de acuerdo: «Ética es lo que les falta a los demás». Últimamente, escuchando con forzosa resignación a obispos, ministros, parlamentarios y tertulianos de diversos medios y pelaje, he tenido ocasión de acordarme frecuentemente del dictamen de mi amigo y de reconocer que no le falta razón. Como el discurso ético no se limita a describir el mundo tal cual es, sino que expresa además lo que quisiéramos que fuese o pensamos que debería ser, no debe extrañarnos demasiado que saque mayor energía del rechazo o de la protesta que de la beatífica aprobación. Por cada valiente camionero capaz de rescatar a dos niños de un coche en llamas, la bulliciosa actualidad nos brinda docenas de abusos, atrocidades, indelicadezas o conductas privadas que suscitan nuestra perplejidad, primero, y nuestra desaprobación, luego. De ahí que la moral parezca ser en primer lugar y casi siempre lo que echamos en falta, antes que lo que proponemos. Pero ello no debería impedir que, en cualquier caso, hagamos el esfuerzo de reflexionar sobre el punto de vista ético desde el que hablamos…, y desde el que pretendemos reclamar a los demás su aquiescencia a los valores que es necesario compartir para que realmente «valgan». A mi juicio, se dan a este respecto tres diferentes actitudes.
Según la primera de ellas, el plano moral está marcado por la ortodoxia de la Iglesia católica, cuyos preceptos deberían marcar la pauta ética en nuestra sociedad utilitaria y materialista. De acuerdo con la argumentación habitual de dicha institución piadosa, tales dogmas -pese a su refrendo moralmente sobrenatural- coinciden punto por punto con el orden natural del cosmos y de la sociedad. No hace falta ser acendradamente multiculturalista (dolencia que creo no padecer) para advertir la desaforada exageración de tal supuesto. La normativa promulgada por la Iglesia católica para sus feligreses, con perfecto derecho, puede ser inapelable desde el plano de lo religioso, pero muy discutible desde una apreciación meramente ética de los problemas. Porque la ética -en sí misma laica y racional- aspira exclusivamente a una vida humana mejor, mientras que el mensaje católico promete algo mejor que la vida humana y más allá de ésta. No deben confundirse ambos planos en un estado democrático no confesional, como no pueden determinarse las decisiones de gobierno que incumben a todos según las directrices religiosas que sólo son válidas para los creyentes. Cuando Rocco Buttiglione dice que la homosexualidad es «pecado», quienes no sabemos nada de tal categoría valorativa no tenemos nada que objetarle (aunque sí a su nombramiento para un cargo europeo que legisla para católicos y quienes no lo son); en cambio, cuando un obispo dice que la homosexualidad es una «enfermedad» o un «desorden morboso», nos negamos a reconocerle en tales cuestiones más autoridad de la que tienen, por ejemplo, otros dignatarios de las ciencias ocultas como Rappel.
Es posible que, en efecto, todas las restricciones morales fuertes, las que se refieren por ejemplo al respeto a ciertos aspectos inmanipulables de la vida humana, tengan origen en el sentimiento y el concepto de lo sagrado. Pero tal idea de lo sagrado es anterior a las iglesias vigentes, no consecuencia de ellas. Y puede ser incorporada a razonamientos éticos no deudores de ninguna ortodoxia clerical. Quizá lo más asumible por cualquiera de la actitud moral eclesiástica es cuanto recoge de fuentes anteriores cuya vocación «pagana» niega, esos contenidos que legitima después a su modo. Tal como dijo Santayana: «Lo que mantiene la moralidad sobrenatural, en sus mejores formas, dentro de los límites de la cordura, es el hecho de que restablece en la práctica, en asociaciones novedosas y por motivos ostensiblemente diferentes, las mismas virtudes y esperanzas naturales que cuando se vio que eran meramente naturales había arrojado con desprecio. La nueva revelación en sí es la que restaura la autoridad de esos ideales humanos, expresándolos en una fábula». De modo que puede haber sustancia ética de valor general en ciertos planteamientos eclesiales, pero no en cuanto tratan de prevalecer sobre la legislación laica por obra de su autoridad sobrenatural revelada…
En el extremo opuesto, tenemos la actitud de quienes han sustituido todo razonamiento moral por la pertenencia a una posición política que dispensa de ulteriores averiguaciones. Si un comportamiento es «progresista», es decir, si suscita protestas entre la gente de derechas y los curas, aunque se trate de institucionalizar la antropofagia hay que celebrarlo como un gran paso adelante de la especie humana. Desde una posición simétrica aunque contrapuesta, otros rechazan cuanto huele poco o mucho a «subversivo»…, olvidando por ejemplo que sumamente subversivos fueron los hoy ultrarrespetables (aunque de hecho poco respetados) derechos humanos. La pretensión de un discurso ético que no repita sencillamente los argumentos estratégicos de los partidos políticos en liza y que incluso pudiera matizar las ovaciones de rigor a nuestro equipo resulta incomprensible, cuando no francamente sospechosa de traición. La única cuestión moral importante es dejar bien claro que «somos de los nuestros»: todo lo demás son ganas de marear la perdiz.
No cabe duda de que cualquier razonamiento moral tiene repercusiones cívicas y debe ser consciente de ellas desde su mismísimo planteamiento. Pero no puede sencillamente agotarse en ese plano porque lo relevante de la ética es intentar explorar y calibrar las opciones de la libertad humana a despecho de las categorías ya instituidas que pugnan por el poder en las sociedades democráticas tal como hoy las conocemos. La conciencia ética intenta seguir razonando no hasta dónde llegan las leyes sino más allá: pretende defender la posibilidad humana de enmienda y conflicto razonable incluso allí donde las instituciones creen haber dicho la última palabra.
De aquí la importancia en la democracia actual de una ética laica -es decir, que no se refugie meramente en la reiteración inapelable de cualquier tradición dogmática eclesial- pero también cívica, o sea transversal al juego político y capaz de ponerle trabas o de impulsarlo sin confundirse plenamente con él. Tal actitud distinguirá claramente lo que las leyes pueden resolver y lo que permanece vivo como problema íntimo de cada cual más allá de la disposición jurídica que ordena legalmente las conductas. Muchas veces he podido constatar el desconcierto que produce afirmar que uno puede estar a favor de una regulación liberal del aborto o de la eutanasia, sin por ello obviar que seguirán siendo problemas morales trascendentes para muchas personas aunque acaten tal legislación. Por no referirnos a quienes tratan de plantear como dilema ético situaciones extremas en las que la tortura sería una opción capaz de salvar vidas, etcétera. Por eso creo imprescindible educar en las pautas argumentativas de un planteamiento moral laico pero cívico, es decir, no políticamente sectario. Y ese empeño no se confunde con el -por otras razones necesario- conocimiento de nuestro ordenamiento constitucional o legal. Creo que pertenece más bien a la tarea de la formación filosófica, en el más amplio sentido del término. Por ello discrepo de mi querido amigo y en tantas ocasiones maestro Gregorio Peces-Barba, cuando parece aconsejar que los encargados de tal formación debieran ser fundamentalmente juristas. La capacidad de persuadir y ser persuadidos con razonamientos morales desligados de una estricta obediencia eclesial o partidista (aunque se puedan tener tales directrices argumentativas ocasionalmente en cuenta) constituye un elemento esencial de lo que durante mucho tiempo se consideró una educación «liberal»; es decir, liberada de la superstición, del dogma, de la pertenencia acrítica, de la incapacidad de orientar autónomamente la vida propia. Y también es la pieza básica de lo que ya Aristóteles denominaba «ciudadanía reflexiva», algo que va a ser cada vez más difícil de obtener y más imprescindible de ejercitar en la Europa de nuestro próximo futuro.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
Fernando Savater, EL PAÍS, 18/12/2004