JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO
- La Administración no paga por sus errores en desastres medioambientales
Tres catástrofes medioambientales, siempre en la costa de Galicia, tres naufragios de buques petroleros (el ‘Urquiola’ en 1976, el ‘Aegean Sea’ en 1992 y el ‘Prestige’ en 2002), tres procesos judiciales interminables y, sobre todo, tres capitanes de la Marina Mercante cuyo nombre hago constar a modo de homenaje: Francisco Rodríguez Castelo, Constantinos Stavridis y Apostolos Mangouras. Los tres fueron buenos marinos, los tres actuaron con profesionalidad y eficacia en la situación que les tocó vivir a bordo del buque de su mando y los tres pagaron injustamente por unas responsabilidades que no les competían. Encarcelados, procesados, condenados y uno, además, muerto.
¿Qué les pasó? Expuesto sencillamente, los tres se toparon un buen día con una Administración marítima, la española, que es a veces tan autoritaria como incompetente. Y con un patrón de comportamiento constante, de ahí que las catástrofes hayan sido repetitivas. El siguiente: en primer lugar, adoptar decisiones operativas clamorosamente mal fundadas desde el punto de vista técnico y obligar a los tres capitanes a seguirlas ejerciendo su superior mando. A continuación, ante el desastre provocado por sus propias órdenes, convertir en sus chivos expiatorios a los marinos, con la ayuda inestimable de una opinión pública que clamaba por tener pronto culpables en la cárcel.
Y para poder llevar a cabo esta operación de camuflaje de la propia responsabilidad, recurrir a la maquinaria judicial, presta siempre a condenar a un individuo si con ello se garantiza la más plena indemnización de los daños causados. Sobre todo, si ese individuo es un marino extranjero que viene del proceloso mundo del ‘shipping’, donde todos huelen a delincuentes potenciales. Una especie de ‘patriotismo económico’: ¡Si no condenamos al capitán, los españoles soportaremos los daños!
El ‘Urquiola’ rozó con su casco una montaña afilada y no cartografiada en el canal norte de acceso al puerto coruñés en una mañana luminosa de primavera; sufrió mínimos daños, pero empezó a perder algo de fueloil y un poco de crudo. Nada grave ni irreparable: bastaba cercar al buque en la bahía donde estaba y proceder al trasvase de parte de su carga para permitirle acceder a los pantalanes de descarga.
Pero no, la autoridad intervino rauda y a bote pronto: ordenó que el buque ciabogara de inmediato y saliera a la mar abierta, fuera de las 200 millas, y por el mismo canal por el que había entrado. Al capitán no se le creyó. Resultado… el previsible: el buque se estampó contra la misma roca, pero esta vez iba con más calado y de ésa no pudo ya salir. Lo intentó, pero terminó incendiándose por los vapores del crudo que derramaba. Francisco Rodríguez Castelo puso a todos a salvo y se quedó a bordo hasta la primera explosión. Murió ahogado. Lo cual no le evitó ser procesado por la justicia militar entonces competente y declarado responsable del delito de naufragio junto con sus dos oficiales de puente y otros dos de máquinas. Sólo el indulto general de la Transición democrática le salvó del consejo de guerra (en aquellos tiempos se podía juzgar por lo criminal a un muerto). A la autoridad marítima la ascendieron.
Era muy distinto el ambiente, una madrugada oscura de invierno, con un tiempo chubascoso y huracanado, cuando al ‘Aegean Sea’ le ordenaron dejar su fondeo en la ría de Ares y entrar en La Coruña a descargar de inmediato por el único canal que quedaba, el de Punta Herminia, delicado de barajar y estrecho. Al capitán se le dijo que hiciera la maniobra sin ayuda de práctico y remolcadores, que le esperarían dentro, que era la práctica habitual.
Falso: las normas internas del puerto prohibían hacer una maniobra así en aquellas condiciones de mar y viento y sin ayuda, pero de ello nada se le dijo a Constantinos Stavridis. «Vaya entrando, no hay problema». Y la racha de viento más fuerte de todos los años 90 cogió al buque en lo más arduo de la maniobra impidiéndole culminar la virada. Acabó embarrancado en las rocas debajo de la Torre de Hércules, incendiado después. El capitán, a la cárcel y luego condenado en un irregular juicio en ausencia. Porque, claro, dijo la Justicia, fue escasamente prudente al hacer la maniobra cuando y como la hizo.
Noviembre de 2002, entra en escena Apostolos: un «viejo» hosco, testarudo y tímido con decenas de años de mando a sus espaldas. Su buque empieza a romperse en el corredor de Finisterre en una mar montañosa pero, después de evacuar a sus tripulantes asustados, se queda a bordo en aquella pista de patinaje mortal porque sabe que puede salvarlo con su profesionalidad: puede salvar el buque, el cargamento y el medio ambiente. Y lo consigue en principio, adriza el buque. Un héroe gris, como los auténticos héroes. Pero de nuevo choca con el absurdo autoritario: nada de refugio, nada de abrigo, el buque debe ser remolcado hacia Groenlandia, hasta que se hunda. Así fue: más de 35.000 golpes de mar aguantó la amura averiada, al sexto día rompió del todo. Y Mangouras condenado por un Tribunal Supremo torpe y tramposo, jaleado por la Administración, esa que siempre queda irresponsable de sus errores y, por eso, nunca aprende.
¡Qué país, Miquelarena!