El Peugeot 607 que recorrió España en 2017 buscando avales para las primarias del PSOE transportaba a tres hombres junto a Pedro Sánchez: Santos Cerdán, José Luis Ábalos y Koldo García.
Ese ha sido el núcleo duro que ha rodeado al presidente durante prácticamente toda su vida política. Incluso desde antes de su llegada a la secretaría general del PSOE en 2014.
Ocho años después, uno de ellos ha pasado ya por prisión y otros dos ingresaron ayer en ella acusados de gravísimos delitos de corrupción.
El cuarto, el propio presidente, sigue despachando desde el Palacio de la Moncloa, como si nada de todo esto tuviera algo que ver con él.
José Luis Ábalos y Koldo García ingresaron ayer en la cárcel de Soto del Real por orden del magistrado del Tribunal Supremo Leopoldo Puente, que apreció un «riesgo extremo de fuga» ante la proximidad de un juicio en el que la Fiscalía Anticorrupción solicita 24 años de prisión para el exministro y 19 años y medio para su exasesor.
Santos Cerdán, el tercer ocupante de aquel vehículo, abandonó ese mismo centro penitenciario hace apenas ocho días, tras cinco meses entre rejas.
El instructor del caso ha sido rotundo. Incluso aplicando las penas en su mínima extensión legal, la eventual condena no sería inferior a doce años y seis meses de prisión.
Pedro Sánchez, mientras tanto, guarda silencio.
Cuando ayer jueves los periodistas intentaron obtener algunas respuestas del presidente tras un acto oficial, Sánchez evitó responder.
Su gobierno, por su parte, se limita a repetir que tiene «tolerancia cero con la corrupción» y que Ábalos fue expulsado del partido. Como si la responsabilidad política pudiera liquidarse mediante un comunicado de Ferraz.
La excepcionalidad de la situación española resulta difícil de exagerar. El presidente del Gobierno tiene a sus dos ex secretarios de Organización (sus antiguos números dos en el partido) procesados por integración en organización criminal, cohecho, tráfico de influencias y malversación.
Su esposa, Begoña Gómez, está imputada.
Su hermano afronta juicio.
Su fiscal general ha sido condenado por el Tribunal Supremo tras participar en una operación de guerra sucia política destinada a destruir a Isabel Díaz Ayuso.
Y Koldo García, el hombre de confianza que custodiaba sus avales de las primarias, el que le condujo al encuentro secreto con Arnaldo Otegi para pactar la moción de censura contra Mariano Rajoy, prepara su defensa desde una celda.
Además, José Luis Ábalos, acusó ayer jueves de forma casi explícita a la mujer del presidente Begoña Gómez, en una entrevista para el diario El Mundo, de estar implicada personalmente en un cohecho: el del rescate de la aerolínea Air Europa.
Unas declaraciones que merecerían, como mínimo, que el juez responsable cite a declarar a Ábalos para que concrete los detalles y aporte las pruebas que corroboran esa acusación.
En cualquier democracia consolidada de nuestro entorno, uno solo de esos escándalos habría provocado la dimisión irrevocable del presidente.
En Alemania, algunos ministros han dimitido por plagiar tesis doctorales.
En Francia, por contratar a familiares.
En el Reino Unido, por mentir sobre una fiesta durante el confinamiento.
En España, el presidente cuyo círculo más íntimo abarrota los juzgados de instrucción considera que nada de esto le concierne.
Alberto Núñez Feijóo lo expresó ayer con crudeza. «El 100% del clan que acompañó a Sánchez en su regreso a la política ha acabado encarcelado. Sánchez no está rodeado de manzanas podridas; él es la manzana podrida». Luego, Feijóo convocó una manifestación de protesta para este domingo.
Incluso desde las filas socialistas se ha afirmado que en el PSOE «ya venían llorados» a las noticias de ayer jueves, dando por amortizados los escándalos como si estos hubieran tenido lugar en el seno de otro partido, en un universo paralelo.
Lo verdaderamente inquietante no es la corrupción en sí misma, fenómeno que ha afectado a todos los partidos en democracia.
Lo inquietante es la negativa radical, tenaz y profundamente antidemocrática del presidente a asumir responsabilidad alguna. Su atrincheramiento en el poder.
La doctrina según la cual un presidente puede blindarse indefinidamente mientras el cerco judicial se estrecha sobre quienes le ayudaron a alcanzar el poder constituye una anomalía que degrada nuestras instituciones.
El auto del magistrado Puente contiene una frase que merece reflexión: «La pertenencia a un poder del Estado no exime de responsabilidades penales ni elimina el principio de igualdad ante la ley».
Nadie acusa penalmente, todavía, al presidente.
Pero la responsabilidad política opera con parámetros distintos, más exigentes para quien ostenta la más alta magistratura del Poder Ejecutivo.
España lleva 47 años de democracia. Ningún presidente ha afrontado jamás una situación remotamente comparable.
Que Sánchez pretenda atravesarla como si el problema fuera de otros (de los jueces, de los medios, de la oposición, de gente con la que él ya no tiene ninguna relación) revela una concepción del poder incompatible con los estándares que nos dimos como nación y como miembros de la Unión Europea.
El Peugeot de las primarias se ha estrellado contra el muro final de la corrupción sistémica. Pero uno de sus ocupantes se niega a bajar, aferrado al volante, mientras el motor amenaza con explotar.