Javier Caraballo-El Confidencial
- Hoy podemos lanzar con plena convicción democrática tres síes a la guerra que, según dicen algunos analistas, estallará a finales de febrero en la frontera de Rusia y Ucrania
Fue un socialista utópico de finales del XIX, Étienne Cabet, quien retrató con precisión los diferentes tipos de personas entre los que se divide una sociedad cuando, en su conjunto, como nosotros ahora, se ve amenazada. Son cuatro tipos: “Los imbéciles no sentían la tiranía; los cobardes la toleraban; los codiciosos la servían; pero otros, resistían”. Desde la máxima romana (‘si vis pacem, para bellum’), la historia nos ha nutrido a lo largo de 2.000 años de experiencia suficiente para saber diferenciar cuándo se acercan estos periodos de guerra en los que una sociedad ve amenazadas sus libertades, sus derechos, su bienestar.
El general romano que acuñó aquella frase era pacifista, pues claro, por eso tenía tan claro que la paz había que defenderla muchas veces hasta con la guerra. También lo sabía Étienne Cabet, que fue el mismo que intentó en varios países que arraigara su proyecto de comunidades perfectas, plenamente socialistas, las ‘colonias icarianas’ —una de las últimas se implantó en Barcelona, en el Poblenou— sin imposición alguna de violencia, simplemente con la persuasión y la fuerza de las ideas.
Pacifista y socialista, pero nunca se confundió cuando se trataba de elegir entre libertad y tiranía. Nada hay más insulso y peligroso que ese ‘no a la guerra’ genérico, sin esperar a que se complete la frase. ¿No a la guerra, pero qué guerra? Porque resulta que sin algunas de las guerras que nos han afectado como sociedad, como país europeo, no hubiera habido democracia en este rincón del mundo, que ya solo está en el centro del mapamundi de las escuelas. Por esa razón, frente al papanatismo simplón, frente a la imbecilidad y la cobardía, hoy podemos lanzar con plena convicción democrática tres síes a la guerra que, según dicen algunos analistas, estallará a finales de febrero en la frontera de Rusia y Ucrania.
También en febrero, pero de 1938, se produjo el último episodio de tensión en Austria, antes de que la Alemania del Tercer Reich se decidiera a invadirla unas semanas más tarde. Los paralelismos son constantes cuando se trata de ambiciones imperialistas, como la Alemania nazi y la Rusia de Putin. Antes de invadir el país, Alemania había agitado constantemente la crispación con continuos incidentes protagonizados por fanáticos austriacos partidarios de la anexión, los nazis austriacos. Austria no era para la Alemania nazi más que un país donde vivían “10 millones de alemanes” y la invasión del territorio, la única forma de resolver sus “problemas fronterizos”.
Exactamente igual que sucede con Vladimir Putin, que jamás ha aceptado, como fiel agente de la KGB, que 14 repúblicas de la antigua URSS acabaran independizándose en 1991, con las políticas de desmantelamiento del imperio soviético en la época de Gorbachov, primero, y Boris Yeltsin, después. En 2014, se apropió de Crimea, a partir de la base naval de Sebastopol, y luego celebró un referéndum, como Hitler en Austria, para legitimar falsamente el atraco. “Bienvenida de vuelta a la patria”, dijo entonces. Y fue cuando comenzó el acoso, que ahora pretende finalizar con el rearme de los rebeldes prorrusos, de Ucrania. De una base rusa salieron el misil y la lanzadera que utilizaron para derribar un avión civil que había salido de Ámsterdam, con 298 personas a bordo que fueron asesinadas. ¿Cuánto cambiaría el debate en España, y el estado de opinión, si ese avión hubiera despegado del aeropuerto de Madrid o de Barcelona?
La invasión de Austria por parte del Tercer Reich, como también sucede ahora, no tuvo una respuesta unánime de rechazo en Europa, a pesar de que infringía la prohibición expresa de unificación que se había plasmado en el Tratado de Versalles, firmado tras la Primera Guerra Mundial. La mayoría de los Estados europeos, fundamentalmente Francia y el Reino Unido, prefirieron pasarlo por alto, sin atender las peticiones de auxilio que llegaban desde otros países de la zona como Checoslovaquia, que ya veía que, tras Austria, su país sería el próximo en ser invadido por las tropas nazis. En efecto, es lo que sucedió. El ‘efecto dominó’ de los invasores es insaciable una vez se desata, sobre todo si encuentra que el avance se produce sin resistencia alguna por parte de quienes podrían oponerse.
¿Quién puede garantizar en la actualidad que si el presidente de Rusia, Vladimir Putin, invade Ucrania, no ocurrirá lo mismo, en adelante, con otras ex repúblicas de la Unión Soviética? No creo que nadie pueda afirmarlo, entre otras cosas, porque lo que está en juego para Rusia no es solo la satisfacción de sus anhelos imperialistas, sino la disputa de un papel preeminente en el nuevo orden internacional. El declive de Estados Unidos como líder del mundo libre, de las potencias del bloque occidental, empezó a resquebrajarse seriamente con las mentiras y la obscena manipulación de la Guerra de Irak, de la que se cumplirán 20 años en 2023, y acabó por despeñarse con la vergonzante salida/huida de Afganistán el pasado mes de agosto. El presidente demócrata Joe Biden lo dijo con mucha claridad, para no dejar lugar a dudas: “Esta decisión sobre Afganistán, no es solo acerca de Afganistán. Se trata de terminar una era, de emprender grandes operaciones militares para rehacer otros países. Nuestra estrategia tiene que cambiar”. Putin fue el primero que debió aplaudir en su despacho y ahora tiene claro que Rusia puede ocupar ese vacío frente a una Europa indecisa y debilitada.
«Se trata de terminar una era, de emprender grandes operaciones militares para rehacer otros países. Nuestra estrategia tiene que cambiar»
Por esa razón, en este contexto, el conflicto de Ucrania es un ultimátum a la Unión Europea para que, de una vez por todas, se decida a avanzar y a replantearse su papel en el mundo, en este nuevo orden internacional que se está gestando, que Rusia y China quieren monopolizar, y en el que Estados Unidos ha dado un paso atrás. Un papel protagonista, no de mero servilismo norteamericano, aunque en estos momentos no quede otra opción que la reafirmación plena en la estrategia que marquen nuestros aliados de la OTAN. Es decir, lo contrario que indica y aconseja la tradicional apatía europea, que es una mezcla de frivolidad, comodidad y desinterés, y la irritante inopia de los ‘no a la guerra’, que antepone la estética de sus consignas a la realidad que las rodea, por muy grave que pueda ser.
Frente a esa ceguera, sí a la guerra, por supuesto, si fracasan como hasta ahora todos los intentos de negociación y de acuerdo con Rusia. Sí a la guerra, por supuesto, si Rusia acaba invadiendo Ucrania, porque ese será solo el primer paso de una estrategia mayor de dominación. Y finalmente, sí a la guerra, por supuesto, porque la memoria histórica lo está gritando: que frente al tirano, frente al invasor, la peor respuesta es el silencio y la sumisión. Como vienen repitiendo estos días varios líderes europeos, también los del Gobierno de España, si hay conflicto bélico no será porque lo haya decidido ni Europa ni ninguno de nuestros aliados, sino porque lo habrá decidido Rusia. En ese caso, no hay opción. En la derrota del opresor está la garantía de nuestras libertades; en la firmeza frente al invasor totalitario está la solidez del progreso; en la defensa de nuestros principios está la dignidad del ser humano. Tres motivos de guerra, tres síes a la guerra.