IGNACIO CAMACHO-ABC

  • No hay mayor desviación de poder que cambiar el método de elección de los jueces para salvar un conflicto de intereses

De los 48.592.909 habitantes que España tenía a principios de este año, hay uno que carece de justificación moral y política para cambiar el método de elección de los jueces porque está afectado por un grave conflicto de intereses. Precisamente el único que tiene el poder de hacerlo, porque es el presidente. No sólo puede, sino que está dispuesto según se desprende de sus declaraciones recientes en las que amenaza con intervenir el sistema por las bravas si la oposición no cede.

La cosa es sencilla de entender. La mujer de Pedro Sánchez está sometida a diligencias de investigación penal en un proceso judicial rutinario. Y es su marido quien pretende asegurarse la potestad de nombrar –y hasta de jubilar por anticipado– a los magistrados que en última instancia deberán encargarse de resolver sobre el caso. Más allá del entorno familiar del primer ministro, dirigentes de su partido se hallan en el centro de un grave escándalo de corrupción con ramificaciones en varias administraciones del Estado. Lo asombroso de la cuestión es que el Gobierno la plantea en términos de regeneración y avance democrático, más o menos los mismos argumentos usados para justificar una ley de amnistía redactada por sus propios beneficiarios.

De paso, el jefe del Ejecutivo ha puesto también en su diana a la prensa. Este hueso es más difícil de roer, primero porque las dificultades legales para amordazar a los medios son bastante complejas, y después porque el periodismo tiene probada una notable capacidad de resistencia. Por mucho que se intente limitar la libertad de expresión mediante censura previa o asfixiar las plataformas de opinión crítica con cortapisas financieras, la información independiente siempre encuentra la manera de colarse por alguna grieta. Esa batalla la va a perder y además es probable que le cause más de un dolor de cabeza.

Con la justicia, sin embargo, tal vez le resulte (relativamente) más fácil porque sus socios comparten la obsesión persecutoria del ‘lawfare’. Puede reformar la ley procesal para entregar la instrucción a los fiscales, aunque para el asunto de su esposa sea demasiado tarde, o imponer la elección del CGPJ por mayoría parlamentaria y asegurarse de controlar los nombramientos de las plazas vacantes en el Supremo y otros altos tribunales. Es decir, implantar en el poder judicial una relación de vasallaje.

Y esto sí equivaldría a tocar el núcleo duro de la democracia. Abolir los consensos constitucionales es de por sí una clásica fórmula iliberal, una desviación autoritaria, pero hacerlo para salvarse de una situación personal delicada constituye un desafuero en el sentido literal de la palabra. Si ese plan va adelante, cualquier silencio al respecto supondrá, más que una muestra de sumisión, un acto de complicidad con una infamia. Hay sociedades que se han suicidado por no escuchar a tiempo las voces de alarma.