EL CORREO 07/04/14
ANTONIO ELORZA
· La respuesta de Hollande ha sido sencilla: si Francia gira a la derecha, giremos nosotros también
Aos resultados electorales de Francia y Turquía han echado un nuevo jarro de agua fría sobre las expectativas de la izquierda en Europa. Ciertamente, no había demasiado lugar para el optimismo. Las esperanzas puestas en la victoria de François Hollande se disiparon muy pronto, y en todo caso las dudas residían en el número de puntos del bajón electoral, en las 151 ciudades perdidas y en el inevitable ascenso del neofascismo de Marine Le Pen. Menos mal que la conservación de París, debida a otras causas –la buena gestión y la imagen personal del anterior alcalde, la frescura en los gestos y la campaña incisiva de su sucesora, la gaditana Anne Hidalgo– limitaron el alcance simbólico del desastre. En el caso turco, se trata de un viejo problema: el único núcleo consistente de la izquierda es de raíz kemalista y cuesta mucho envolver en modernidad las ideas del fundador de la República. Como en ocasiones anteriores, es la economía la que ha dictado su ley, para Turquía, el éxito de Erdogan, a pesar de que el país estaba atravesando una desaceleración transitoria, y para Francia, el desplome de la popularidad de François Hollande.
Los cambios registrados durante los últimos años en Turquía no han alterado el mapa cuyos perfiles cobraron forma desde 1945. Con la excepción en el Este de la identidad política kurda, el gran centro de la península de Anatolia está ocupado por una sociedad agraria tradicional, y en su área reside la base de las sucesivas victorias, antes conservadoras, ahora islamistas. Bastó que en un momento de crisis Erdogan lograra la convergencia desde un Islam moderado, para que surgiera un bloque hegemónico, inasequible a los cantos de sirena de las denuncias de corrupción, de abuso de poder, de vulneración recurrente de los derechos humanos o del regreso al pasado en la forma de un neo-otomanismo. Nada importa que Erdogan suprima Twister o Youtube, o que tilde de terroristas a quienes se movilizaron por el parque Gezi en Estambul. El peso de una fuerte inmigración de raíz agraria explica el paso al islamismo de las dos capitales desde 1994.
A las masas de seguidores del AKP de Erdogan, tratadas además con técnicas de movilización electoral moderna, de nivel económico medio-bajo (pero superior al que tenían en 2000), formación cultural bajo mínimos y religiosidad cada vez más vuelta al pasado (que el Estado potencia y subvenciona), solo les faltaba enlazar con una elites empresariales islamistas, beneficiarias en fin de la convergencia de intereses con el Estado (nepotismo y corrupción) para que en circunstancias normales su apoyo al poder no tenga fisuras.
El AKP puede bajar algo en torno al 45%, llegar al 50%; nada tiene que temer de su principal oponente, el kemalista Partido Republicano (CHP). Y por si existe algún riesgo, ahí están las soluciones de gerrymandering, manipulando los límites del distrito electoral en las grandes ciudades, para que así se imponga el voto tradicional. En Ankara, donde el AKP resistió en el Gobierno de la ciudad con una corta minoría de 15.000 votos, el CHP hubiera ganado de haberse mantenido la capital en los límites de la anterior consulta. Por esa misma vía el AKP ganó Antalya en el sur, y redujo la ventaja del CHP en su principal bastión, Esmirna. Nada que hacer.
El panorama en Francia es menos desolador, pero tiene también un fondo preocupante. A excepción del departamento de Pas-de-Calais, en torno a Lille gobernada por una socialdemócrata clásica como Martine Aubry, y también aquí en retroceso, los bastiones tradicionales de la izquierda han sido barridos por el cambio sociológico, al cual se une el negativo balance de la gestión gubernamental. Y además la Francia en crisis es cada vez más una Francia intolerante, incluso frente a los avances en las costumbres, como el matrimonio homosexual, y sobre todo frente a la presencia de las minorías raciales y religiosas. Las ideas de que los inmigrantes no se integran, y eso es culpa de ellos, han subido en flecha, hasta el punto de que el índice de tolerancia ha bajado doce puntos en un período tan breve como el 2009-2014. Musulmanes y gitanos son los objetos de principal discriminación, mientras crece la acusación de que ellos son responsables de la inseguridad. Es un profundo giro a la derecha, y más aún porque sus planteamientos son compartidos por electores de izquierdas. Ahí residen motivos adicionales para el avance de Marine Le Pen, del partido conservador, y del retroceso socialista.
La respuesta de François Hollande ha sido bien sencilla: si Francia gira a la derecha, giremos nosotros también hacia la derecha. No otro sentido tiene la designación como primer ministro del catalán y culé Manuel Valls, que venía siendo el miembro del Gobierno más popular en las encuestas, precisamente por la dureza de su actuación frente a los inmigrantes, cuyo número deseaba ajustar en cuotas a las necesidades de la economía francesa, su condena del último emblema socialdemócrata –la jornada de 35 horas–, y su defensa de la autonomía policial respecto al control de los jueces. Llegó en una ocasión a proponer la modernización del nombre del PS, suprimiendo el calificativo de socialista. Su vocación de aparecer como hombre resolutivo, con frases-slogans para el marketing, medidas de choque –desde el incremento de horas lectivas a la supresión de los departamentos y a un bing-bang fiscal, le asocian a la imagen de su colega italiano Matteo Renzi. Su política de inmigración restrictiva encaja además con un laicismo militante, en la cuestión del velo «que impide a las mujeres ser lo que son».
El nuevo Gobierno de Valls conjuga continuidad –Laurent Fabius, Montebourg–, con cambios aun por valorar, y regresos (nada menos que Ségolène Royal), amen de la pérdida de los Verdes. De momento cuenta el estilo renziano, expresado en su propósito de «ir más lejos y más rápido».