Rosario Morejón Sabio-El Correo

  • Aspira a sus recursos mineros y a frenar la influencia de China en el continente

Acostumbrados a las ‘performances’ del presidente estadounidense en el Despacho Oval, quizá pudo sorprender el cálido ambiente del 27 de junio en la Casa Blanca. Donald Trump se congratulaba de su primer gran éxito diplomático. Ni Gaza, ni Ucrania, menos Irán; la firma de un acuerdo de paz entre la República democrática del Congo (RDC) y Ruanda ponía fin «a una de las peores guerras nunca vistas», declamaba el magnate norteamericano. El clímax llegó con el anuncio de la periodista angoleña, Hariana Veras Victoria, recién llegada de Kinshasa: el presidente congolés, Félix Tshisekedi, propone a Donald Trump para el premio Nobel de la paz. Halagado hasta la extenuación, la cuestión es comprobar si la diplomacia comercial del exultante candidato ofrece algún bienestar justo y duradero en África.

No es que Donald Trump sea un especialista en el conflicto entre RDC y Ruanda. La abreviatura con la que se ventiló una guerra de más de treinta años, varios millones de muertos, hambrunas y desplazados, lo prueba. Además de los enfrentamientos a machetazos, el presidente de Estados Unidos conoce dos cosas de la región, que explican su inesperada intermediación: la zona rebosa minerales raros y China invierte «demasiado» en ella.

Erróneamente calificada de aislacionista, la diplomacia trumpista del segundo mandato es activa, desordenada e intervencionista, incluido allí donde no se la espera. Su concepto de «la paz por la fuerza» es una diplomacia del negocio aplicada por hombres de confianza del presidente, en la que los objetivos económicos desempeñan un papel fundamental, sin descartar el uso de la fuerza como se ha visto contra Irán. El acuerdo RDC-Ruanda permite a la administración estadounidense «hacerse con muchos derechos mineros» en el antiguo Congo belga. El interés por los temas africanos es candente. Según la página Africa Intelligence, Trump convoca en Washington a mediados de julio a cinco jefes de estado africanos. Y una cumbre EE UU-África podría celebrarse en septiembre en Nueva York con una agenda «repleta y audaz».

Eliminados los programas financiados por la Agencia americana para el desarrollo internacional (USAID), Troy Fitrell, responsable de asuntos africanos en el Departamento de Estado, presentó en mayo la nueva política de apoyo: «Comercio sí, ayudas no». Destinada a mejorar intereses africano-estadounidenses, la estrategia económica trumpista busca contrarrestar «la nefasta influencia de China» en el continente. En abril, el Departamento de Estado firmó contratos en Luanda, capital angoleña, por 2,1 mil millones de euros destinados a la construcción de silos, tendidos eléctricos, conexiones de las centrales hidroeléctricas angoleñas con las minas de Kolwezi en RDC, desarrollo del corredor ferroviario de Lobito para facilitar la exportación de minerales críticos por la costa atlántica angoleña, infraestructuras para la economía digital…

Todos estos proyectos requieren continuidad, seguridad y coherencia entre los contratos firmados y las políticas de Trump. Desde su regreso, su equipo no ha preservado a África. La abolición del USAID, las restricciones de visas, así como los temores sobre la continuidad del African Growth Act, garantía de acceso al mercado estadounidense para una treintena de países africanos, suscitan la incomprensión y serias dudas sobre la aplicación rigurosa y transparente de los pactos trumpistas. La lógica de las empresas no es la de los políticos. Menos si nos referimos a la imprevisibilidad del jefe de los MAGA.

Cuando el presidente Tshisekedi pidió ayuda a Washington ante el cariz del conflicto en la frontera ruandesa, otro hombre de confianza de Trump, Massad Boulos, casualmente suegro de su hija Tiffany, fue enviado a Kinshasa y a Kigali para arreglar el asunto. Apenas cerrado, el «acuerdo de paz» fue criticado por los expertos dado que el rebelde M 23 no es firmante. ¡Qué importa! El ‘deal’ está hecho, reconocido con gran pompa, como lo fue en 2020 el acuerdo de Doha sobre la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán, negociado entonces por los enviados de Trump con los talibanes, sin el gobierno afgano y calvario de Biden.

La diplomacia comercial voluntarista tiene sus límites. La mina de coltán de Rubaya sigue ocupada por el M 23 desde 2024; la explotación de la mina de niobium en Lueshe del Norte-Kivu no está aprobada, los minerales extraídos del subsuelo congolés a saber si se transformarán en Ruanda para generar una interdependencia económica que garantice la paz, la neutralización de los FDLR, Fuerzas democráticas para la liberación de Ruanda, hutus contrarios a la tiranía de Kigali, también queda pendiente. En esta inestabilidad de décadas, sin infraestructuras, donde la minería es artesanal y donde los odios tribales persisten, ¿quién está dispuesto a invertir? La diplomacia comercial de Trump tiene muchas contradicciones por resolver antes de acercarse a Oslo por el Nobel de la paz. Entretanto, los europeos, simples mirones.