Rubén Amón-El Confidencial
Los problemas ficticios que el candidato iba a resolver se topan con los problemas reales que el presidente tiene delante: crisis racial y social, depresión económica y emergencia sanitaria
La escena de Trump con la Biblia en la mano y el despliegue de la policía ecuestre transforman la crisis social y racial de EEUU en un escenario arcaico y supersticioso. Trump ha demostrado mucha audacia para desenvolverse en los instintos primarios, de tal manera que el miedo de los desórdenes y la proclamación del “terrorismo interior” predisponen una estrategia de ley y orden cuya dramaturgia religioso-castrense no contradice la llamada temeraria a la autodefensa.
Trump deshoja el Antiguo Testamento al tiempo que convoca la segunda enmienda de la Constitución. Los americanos tienen derecho a llevar un arma. Y a utilizarla en situaciones extremas. La violencia callejera y el vandalismo requieren proporcionalidad, pero Trump ha preferido reclutar una suerte de ejército civil para neutralizar a los bárbaros.
Debe sentirse cómodo Donald Trump en el escenario de la polarización. Y debe sentirse incómodo en la gestión de los miedos reales: el coronavirus, la revuelta, el desempleo, la contracción económica.
Se le han amontonado en la fase decisiva de la campaña electoral. Y le han sorprendido no ya con la obligación de resolverlos, sino desprovisto de los recursos instintivos, supremacistas y populistas que le condujeron al sitial de la Casa Blanca esparciendo la cosecha de los miedos ficticios: la inmigración ilegal, el muro, los musulmanes, los chinos, la izquierda radical, los mexicanos.
Trump prometía una América próspera, segura y hegemónica, pero la crisis sanitaria, económica y social amenaza seriamente la hipótesis de la reelección. Entre otras razones, porque Trump no es el presidente de todos los americanos, sino el caudillo de quienes lo votaron en su providencialismo. A ellos parece dirigirse en sus discursos de autoridad y conspiraciones. De otro modo, no hubiera atribuido los desórdenes violentos a la mano oscura del Partido Demócrata ni se habría recreado en la palabra de Dios como referencia metafísica de los ‘wasps’.
Donald Trump invoca a Dios. Lo hace a caballo, provisto de la Biblia, como un pastor protestante recién descendido del Mayflower
La estrategia se resiente de una insólita irresponsabilidad. Trump no es un candidato que aspira a la presidencia, ni tampoco una referencia experimental de la antipolítica. Es un presidente constreñido a responsabilizarse de sus decisiones. Incluida la gestión negligente del coronavirus y el amago de la estrategia militar con que pretendió disuadir las riadas de violencia.
La mera tentación de simplificar la crisis a una cuestión de vandalismo o de terrorismo interior le sustrae a la cronificación de las desigualdades. La comunidad afroamericana no se ha sacudido la discriminación ni la brecha social, del mismo modo que los excesos de la policía perseveran en la idea de los negros como sujetos criminógenos. La culpa no es solo de Trump —Obama representa un flagrante fiasco en las promesas integradoras—, pero las connotaciones racistas y xenófobas del trumpismo han radicalizado el problema. Lo demuestra la ferocidad del coronavirus entre los americanos negros, tres veces más agresiva que entre asiáticos y latinos.
Joe Biden sería el hombre tranquilo frente al hombre colérico, aunque no convendría subestimar las posibilidades del presidente americano
Que Trump pueda perder las elecciones significa que Joe Biden pueda ganarlas. Se le reprocha un perfil aburrido y se le restriega la falta de carisma, pero la sobriedad y mesura del candidato demócrata han adquirido un providencial valor antagonista respecto a la excentricidad del candidato republicano. Biden sería el hombre tranquilo frente al hombre colérico, aunque no convendría subestimar las posibilidades del presidente americano. La mano dura puede funcionarle como expresión de autoridad y de liderazgo en el caos. Trump recurriría al miedo y la Biblia. Retrataría a los violentos como los enemigos de América.
El problema es la credibilidad del presidente. Y la angustia política y electoral que pueden suponer el incremento del paro, el pesimismo económico y la movilización de los votantes pasivos o descreídos. No ya los jóvenes. También los afroamericanos y las comunidades discriminadas que habían renegado de la política. Paradójicamente, la manera más directa y democrática de evacuar a Trump es la misma que lo convirtió en presidente: las urnas. Trump invoca a Dios. Lo hace a caballo, provisto de la Biblia, como un pastor protestante recién descendido del Mayflower. Y restringido a su propia caricatura de ‘sheriff’ justiciero.