Vicente Vallés-El Confidencial
- La experiencia de Donald Trump demuestra que allí donde la democracia tiene bases sólidas y profundas, el populismo encuentra obstáculos para expandirse
«Ganar es fácil. Perder nunca lo es. Para mí no lo es». Era innecesario que lo hiciera explícito en una declaración pública, pero por algún motivo no pudo evitarlo. La mañana del pasado martes, en la que los americanos que aún no habían votado por adelantado o por correo se lanzaban apasionadamente a emitir su voto, el presidente Donald Trump se hacía presente en una oficina con algunos de quienes habían trabajado en su campaña para la reelección, y se le escapó esa frase. No es propia de Trump, porque un personaje con sus características psicológicas nunca pronuncia la palabra derrota en primera persona del singular, y menos aún delante de una cámara. De hecho, uno de los insultos más utilizados por Trump contra quienes considera sus enemigos —y utiliza muchos cada día— es calificarlos como «losers» (perdedores).
Esa misma mañana de las elecciones, a primera hora, el presidente intervino por teléfono en su programa de televisión favorito, ‘Fox and Friends’ de la cadena FoxNews. Su tono de voz era inusualmente bajo y el contenido de sus respuestas, impropio de alguien que cree estar a punto de obtener una victoria importante. Por el contrario, parecía resignado a un destino fatal y dedicó una parte de la entrevista a criticar a la propia cadena en la que hablaba. Se quejaba de que Fox ya no es lo que fue, porque concede demasiada atención a los demócratas.
Trump sabía que las cosas no iban bien. Después de recorrer con ahínco, y varias veces en apenas unos días, los estados en los que se jugaba la reelección, el candidato republicano era consciente de que los sondeos que auguraban su derrota podían no estar tan desencaminados como deseaba que estuvieran. Y tenía ante sí y ante la historia el riesgo que un presidente —especialmente en Estados Unidos— no quiere ni siquiera imaginar: presentarse a la reelección después de un primer mandato y perder. No existe en la política americana una circunstancia más humillante que ser presidente de un solo mandato. Es la constatación de un fracaso colosal, porque cuando se ocupa un cargo colosal sus consecuencias —buenas o malas— también lo son. Y porque muy pocos presidentes son derrotados en Estados Unidos. Han pasado casi tres décadas desde la última vez que ocurrió, con la victoria del candidato Bill Clinton frente al presidente George H. W. Bush en 1992.
Llegados al domingo después del martes electoral, Estados Unidos sigue contando votos, pero en la tarde de ayer ya se declaró la victoria incontestable de Joe Biden. Es cierto que Donald Trump puede todavía hacer un intento desesperado —y, quizá, ridículo— de salvar su ego inabarcable buscando en los tribunales la victoria sanadora y autocomplaciente que no ha encontrado en los votos de los americanos. Pero la constatación de que su labor divisiva de cuatro años no ha derivado automáticamente en una rotunda e indiscutible reelección significa de por sí un fiasco para quien, en su habitual estado de engreimiento, se considera el amo del universo. No lo es, y más de medio país se lo ha dicho. En realidad, se lo ha repetido, porque incluso si una guerra judicial en la Corte Suprema tuviera como resultado que Trump se mantuviera en la Casa Blanca, estas serían las segundas elecciones consecutivas en las que el actual ocupante del Despacho Oval habría ganado obteniendo menos votos —muchos menos— que su rival.
«No existe en la política americana una circunstancia más humillante que ser presidente de un solo mandato. Es la constatación de un fracaso»
La experiencia de Donald Trump demuestra que allí donde la democracia tiene bases sólidas y profundas, el populismo encuentra obstáculos para expandirse. Será una lección para el ‘trumpismo’ internacional, que también se ha asentado en España en el sector más extremo de la derecha. De la misma forma, las enseñanzas de lo ocurrido podrían ser aprovechadas también por los populistas del sector más extremo de la izquierda, instalados en el Gobierno por decisión de otro sector de esa misma izquierda. Si Trump puede perder el poder, cualquier populista, a derecha o a izquierda, está en riesgo de perderlo.
Es por eso tan habitual que los grupos políticos aposentados en las esquinas externas del sistema traten de cambiar las leyes y de controlar a los jueces para que no les afecte el conjunto de equilibrios de poder (‘checks and balances’, como dicen en Estados Unidos) que define a la democracia liberal que disfrutamos en Occidente. España vive ese proceso en este momento. Trump, por ejemplo, ha buscado estos días la forma de revertir su derrota tratando de que los jueces sentencien que algunos votos no deben ser contabilizados. Son fórmulas variadas de conseguir objetivos similares.
Con la derrota de Donald Trump, Estados Unidos ha enviado un importante mensaje al mundo. Ya lo hizo en 2008, cuando un país con un problema racial tan intenso eligió a un presidente de raza negra. Lo hizo de nuevo, para mal, en 2016 cuando dio un vuelco completo al mensaje anterior, al optar por un personaje de las características extravagantes y grotescas de Trump. Y lo hace ahora al expulsar a Trump de la Casa Blanca impidiendo un segundo mandato.