Antonio Elorza-El Correo
La segunda llegada de Donald J. Trump a la presidencia de Estados Unidos no ha supuesto sorpresa alguna. Sí lo ha sido la explosión de medidas radicales y de provocaciones, por lo demás previsible por su campaña electoral en contenido, aunque no en dimensiones. Los ciudadanos estadounidenses, como los de todo el mundo, se han encontrado ante el despliegue de una lista de objetivos políticos y económicos que implicaría, de ser materializada, un vuelco en las relaciones internacionales establecidas a partir de la entrada de EE UU en la Primera Guerra Mundial, con Washington como tutor y guía de Occidente y sus valores, pasando de golpe a desarrollar una política agresiva, imperialista, de expansión estrictamente nacional. Del abandono de Europa y la alianza con Putin, al objetivo de la anexión de Canadá, Groenlandia y el canal de Panamá.
Y hacia el interior, la conversión del régimen presidencialista en una dictadura personal, dirigida a reemplazar los valores y usos democráticos por la alianza entre un individualismo extremo, reflejo de su personalidad de capitalista depredador, y un nacionalismo xenófobo. Es el salto de EE UU como tierra de la democracia y de la libertad a la exaltación neoreaganiana del MAGA (Make America Great Again), con una voluntad de destrucción de las instituciones, ausente en Reagan. Todo ello sobre el telón de fondo de la barbarie del asalto al Capitolio, del océano de mentiras que pueblan sus discursos y de la zafiedad de un presidente que celebra poner a sus aliados ante la tesitura de besarle el culo. Todos los horrores políticos concentrados en un solo hombre.
Como sucedió hace un siglo con la llegada de Hitler o de Mussolini al poder, con Stalin y con Mao, la primera sensación es que nos encontramos ante personajes patológicos. Y es cierto que la condición de psicópatas les corresponde, así como la de desaprensivos o la de criminales, pero eso no da cuenta por sí solo de su irresistible ascensión, del enorme apoyo de masas alcanzado. Por cauces muy diversos, y sin acudir a determinismo alguno, tanto para ellos como para Berlusconi en la Italia finisecular o para Putin en Rusia, o Erdogan en Turquía, existía una demanda social que vinieron a satisfacer. Bajo la superficie liberal que aflora de Kennedy y Martin Luther King a Obama, subyacía la otra América que retrataron Arthur Penn en ‘La jauría humana’ o Dennis Hopper en ‘Easy Rider’. Y los dos primeros, por ella asesinados.
Una América profunda que responde a antecedentes históricos precisos. Es lo que sucede, en el caso de Trump, con el peso de la religión, factor fundamental en el origen y en el crecimiento de EE UU, que reapareció ya con Reagan y con George Bush Jr. y es pieza clave en su mesianismo. A lo largo del siglo XIX, la expansión norteamericana hacia el Pacífico y el golfo de México se había apoyado en la doctrina del Destino Manifiesto, la visión del país como nuevo pueblo de Israel, llamado a una misión divina que protegería las tierras conquistadas del asalto del Mal, encarnado en los ‘pueblos inferiores’. El ‘western’ se encargó de transformar el genocidio en epopeya nacional.
De este modo, el enfrentamiento con los grupos humanos sometidos y/o expulsados, el contraste entre el ideal racionalista de los Fundadores y el esclavismo, rasgos constitutivos de la historia estadounidense, adquirían un refrendo bíblico. Como ahora, desde la carga apocalíptica de la teología evangélica, la necesaria expulsión de los inmigrantes, nuevos Gog y Magog, de cuya corrupción librara a su «ciudad bienamada» el nuevo «elegido de Dios» -palabras de ellos-, condición excepcional avalada por sus éxitos económicos.
En el pasado inmediato esa invasión habría sido propiciada por una conspiración de los demócratas para acabar con América, incrementando el poder del Estado. Por eso resulta necesario el desmantelamiento del Estado garantista, protector, una destrucción acorde con los intereses de un capitalismo desregulado, verdadero imperio del empresario depredador, a lo Trump. No haya límites para un individualismo a ultranza, vendido como libertad. Todo valor desaparece. La Justicia, la Verdad, la Solidaridad y el respeto a los Derechos Individuales se transforman en obstáculos, como esa democracia cuyos días contados anunció en su campaña electoral. Solo cuenta la Fuerza y para sostenerla, la Mentira.
Es un punto límite, la era Trump, al que se ha llegado, como en las dictaduras del siglo XX, desde la frustración. Para EE UU, por el fracaso en las últimas décadas de la hegemonía mundial que parecía garantizada al hundirse la URSS. Quedó reflejado tanto al despertar del sueño americano que alentó hasta el 11-S George Bush Jr. como en los límites del proyecto liberal de Obama, a la sombra de la crisis económica de 2008. Es la hora de las fieras. De acuerdo con el título de la gran novela de Mario Vargas Llosa, nos esperan tiempos recios.