Gabriel Albiac-El Debate
  • No es la primera vez que, sobre el suelo europeo, la tragedia a la que asistimos se despliega

Declaraciones de Donald Trump a Fox News, la semana pasada, acerca de la rentabilización del dinero invertido en defender a Ucrania: «Puede ser que los ucranianos lleguen a un acuerdo, puede ser que no. Puede que un día sean rusos, puede que no lo sean… Yo quiero recuperar el dinero invertido». Cifra la deuda: unos quinientos mil millones. Y el modo de pago: los yacimientos ucranianos de tierras raras. «Así, al menos, uno no se sentirá un idiota».

Eso queda de la guerra a la que Ucrania fue lanzada: una gigantesca deuda a pagar y una derrota. No a manos del masacrador Putin. A manos de quienes cínicamente se dijeron aliados y fueron sólo proveedores, venales proveedores. El heroísmo del pueblo ucraniano se ha estrellado contra la desganada lógica de los tenderos occidentales.

Es el cruce catastrófico de dos cinismos y de una clara voluntad imperial. La Unión Europea y los Estados Unidos de Trump contabilizan pérdidas y beneficios: llegan a la lógica conclusión de que el precio de Ucrania no les es rentable, la abandonan y exigen la devolución de lo invertido. La Rusia de Vladimir Putin contabiliza territorios perdidos tras la caída del muro. E inicia su larga marcha para recuperarlos. El precio escalofriante de los soldados rusos muertos en un combate mal planificado no pesa en la demografía de un país inmenso. Y, en una tiranía como la que Rusia intemporalmente ha conocido, las cifras de los cadáveres pesan lo que una mota de polvo para el dictador de turno: siempre habrá más carne para alimentar el horno. Putin ahora, Stalin y sus carniceros antes, y antes aún la barbarie zarista…, nada cambia jamás en la eternidad del alma rusa.

No es la primera vez que, sobre el suelo europeo, la tragedia a la que asistimos se despliega. En septiembre de 1938, el primer ministro británico, Neville Chamberlain y el francés Édouard Daladier capitularon ante las pretensiones de Adolf Hitler sobre los Sudetes. Checoeslovaquia fue traicionada, porque defenderla salía demasiado caro. La obscenidad y la estupidez se concitaron en Múnich para abrirle puerta a la catástrofe. Nadie pareció inquietarse. Salvo el viejo Winston Churchill: «Os dieron a elegir entre el deshonor o la guerra. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra».

Fue Europa la que se envileció entonces. Es ahora la América de Trump quien lo hace, con Europa de lamentable limpiabotas. Pero idéntico es el juego. Un déspota imperial carente de escrúpulos despliega, en febrero de 2022, su estrategia. Putin comete un error inicial: sus cálculos en Ucrania eran los de una «operación» relámpago de muy pocos días, con toma de Kiev y ejecución in situ del gobierno de Zelenski. Falló. Su ejército se mostró como una inmensa apisonadora completamente oxidada. Pero apisonadora. Los pocos días se han transformado en tres años. Y el coste pagado por el ejército ruso supera ya las ochocientas mil bajas. ¿Qué son ochocientos mil cadáveres para un legítimo heredero de Stalin? Menos que cero.

El objetivo del dictador ruso era apropiarse de una franja que cubriera desde el Dombás hasta Jerson y que embolsara el estratégico enclave de la península de Crimea, ya ocupada desde el año 2014. Rusia, además de la apropiación de los centros mineros del Dombás, se garantizaría un hermético control del Mar de Azov y de la salida de la flota al Mar Negro y hacia el Mediterráneo. Es lo que el plan de Trump le regala ahora.

Los ucranianos han desplegado un heroísmo en el combate que nadie sospechaba ya posible en la narcotizada Europa. Pero, claro está que una guerra moderna no se gana con el heroísmo sólo de los combatientes. Y, si Ucrania había de resistir eficazmente a la máquina de picar carne rusa, sólo iba a poder hacerlo con el respaldo del armamento de última generación que los Estados Unidos y —en menor medida— Europa pudieran poner a su disposición. ¿Es caro ese material? Carísimo. ¿Era rentable la inversión? Era el único muro que podía interponerse entre Putin y la reconstrucción del imperio territorial perdido por Moscú tras el derrumbe de la Unión Soviética.

Pero eso ya no cuenta. Trump negocia con Putin la apropiación de las preciosas «tierras raras» ucranianas. «Así, al menos, …no se sentirá un idiota». Dice.