Paco Reyero-ABC
- «A lo largo de su agitada vida, el nuevo presidente vendió manuales de cómo hacerse rico y se arruinó; invirtió en líneas áreas con lavabos dorados con problemas por exceso de peso; abrió y cerró casinos; creó una universidad para alcanzar el éxito ‘ipso facto’ y cuando ya frisaba los 70 años encontró la pasarela a la Casa Blanca»
Piénselo, Trump es el protagonista de la política mundial desde hace una década. Incluso, durante la legislatura de Biden, él nunca abandonó la escena y con soltura volvió a ganar la candidatura presidencial, sacando del carril a oponentes convertidos en pigmeos a su paso. Desde que fue desalojado de la Casa Blanca, Trump ha logrado suplantar al Partido Republicano con una estructura personal llamada MAGA (Make America Great Again), mientras iba convirtiendo sus palmarias acusaciones judiciales en el martirologio necesario del Mesías de la esencia eterna de Estados Unidos: «El espíritu de la frontera habita en nuestros corazones», dijo en el discurso inaugural. Jack Smith, el responsable de investigar a Trump por el falseamiento del resultado de las elecciones de 2020, entregó un detallado informe acusatorio, archivado en la trituradora de papel desde que el líder MAGA ganó en noviembre. Para poder renovar contrato hasta 2029, Trump ha sido capaz de forzar los controles de la democracia más duradera de la historia de la Humanidad.
Los pasados han sido años feroces contra las estructuras democráticas de los países occidentales, degradadas con la lanza del control tecnológico. Se ha levantado un nuevo reino de captación de atención, convirtiendo a una mayoría de la población occidental (y por tanto, de votantes) en dependiente: dependiente del próximo mensaje, del nuevo chiste, de una catarata infinita de opiniones y banalidades. El pensador Langdom Winner nos diagnóstica «sonambulismo tecnológico». Las grandes corporaciones han precisado tanto su conocimiento sobre instintos y debilidades humanas que la máxima «si no sabes qué te pasa, ¡googléalo!» es parte del evangelio de los nuevos tiempos. Con nuestra anuencia, y mientras algunos esforzados promueven los ‘neuroderechos’, las compañías avanzan hacia la conquista de la intimidad, con interfaces o chips directamente conectados a nuestra cabeza. Y sí, han pasado diez años y el mundo es, de alguna forma, otro. Pero Trump ha vuelto a beber latas de ‘Diet Coke’ en el despacho Oval mientras firma órdenes ejecutivas que excarcelan a los condenados por el asalto al Capitolio o sacan a Estados Unidos de los Acuerdos del Clima de París. «No hay que preocuparse por el calentamiento global, ¿acaso no estamos vivos aquí y ahora? ¡Qué demonios!», dijo hace unos días en Nevada.
A lo largo de su agitada vida, el nuevo presidente vendió manuales de cómo hacerse rico y se arruinó; invirtió en líneas áreas con lavabos dorados con problemas por exceso de peso; abrió y cerró casinos; creó una universidad para alcanzar el éxito ‘ipso facto’ y cuando ya frisaba los setenta años, y como un juego de parque de atracciones para ejecutivos, encontró la pasarela a la Casa Blanca. Su último oficio antes del presidencial fue ser presentador de ‘El Aprendiz’, el programa de telerrealidad en el que despedía a concursantes. Ciertamente, muchas cosas han cambiado desde que el presidente Washington bailó el minueto con su amada en el primer baile inaugural.
Trump ha vuelto a la Casa Blanca con discursos difusos, con una acción instintiva y desordenada; pero su ambición sigue siendo «nunca es suficiente» y su dominio de la comunicación política, incontestable. En un país con 800.000 personas sin hogar y un sistema de salud excluyente, con los precios de los medicamentos inalcanzables para muchas familias, con lacerantes desigualdades y falta de viviendas para la clase trabajadora, Trump ha enfocado otra estrategia de prioridades, de sus prioridades: la culpabilización de los inmigrantes, el aislamiento de Estados Unidos, la ruptura de los acuerdos internacionales o la promoción de sueños megalómanos. «Marte nos espera», se vanagloria Trump. Aunque la NASA haya retrasado repetidamente el regreso a la Luna.
Bajo su presidencia, la acción política es parte del ‘show’ y el ‘show’ seguirá siendo el principal referente del ‘infotaiment’, esa degradación de la información corrompida con el entretenimiento que moldea criterios y enturbia la razón dirigiéndose a las entrañas. En estos días, cientos de miles de seguidores trumpistas se han enseñoreado en la capital federal para llevarle el calor a su líder con lemas como: «Jesús es mi salvador; Trump mi presidente». Él es el hombre que habla con Dios y al que agradece que desviara la bala de Butler para poder continuar su misión divina de hacer América grande (de nuevo) y después baila ‘YMCA’ de Village People. Sus seguidores, y millones de sus votantes, le tienen fe cuando él es como Elmer Gantry, un oportunista –¡pero de qué eficacia y tallaje!– mercader de textos sagrados.
Como explica Dereck Thompson en ‘Hit Makers: The Science of Popularity in an Age of Distraction’, el conocimiento de Trump como candidato en las primarias del Partido Republicano en 2015 se cimentó sobre oponentes como Jeb Bush y Marco Rubio, que gastaron 140 millones de dólares en sus campañas y contaban con excelentes conexiones. Trump ‘apenas’ invirtió 20 millones, pero en el verano de 2016 ya había ganado 3.000 millones de dólares en ‘publicidad gratuita, que fue más que el resto de sus rivales combinados.
El empresario inmobiliario se refería al presidente de la CNN, Jeff Zucker, como su «agente personal de reserva de tiempo en antena». Hace diez años, las grandes cadenas de televisión vieron a Trump como una máquina de hacer dinero (ahora, quizá piensen de manera diferente), no como un riesgo para la democracia ni como alguien al que había que combatir. Walter Lippmann abordó el compromiso disperso de la opinión pública: ¿realmente, existe «un juicio moral autónomo sobre un conjunto de hechos, que son recabados de manera imparcial por los medios de comunicación y evaluados por los ciudadanos de manera racional»? Hay muchos y contradictorios Estados Unidos. Uno de tantos el del poeta Richard Blanco, que leyó sus versos ‘One Today’ en la inauguración del segundo mandato de Obama: «Nos dirigimos a casa, a través del brillo de la lluvia o del peso de la nieve, o el rubor ciruela del anochecer, pero siempre a casa, siempre bajo un mismo cielo, nuestro cielo. Y siempre una luna como un tambor silencioso golpeando ligeramente cada techo y cada ventana de un país –todos nosotros– de frente a las estrellas/esperanza –una nueva constelación esperando a que nosotros tracemos su mapa, esperando a que le demos un nombre– juntos».