Gabriel Albiac-El Debate
  • Dos poderosos sin escrúpulos han acordado repartirse el mundo. Lo pagaremos todos. Y muy caro. Trump periclitará en cuatro años. Putin —y, tras Putin, Rusia—, no. Europa amanece hoy muerta.

El candidato manchur, que en España se tituló El mensajero del miedo, fue un arquetipo del cine de Guerra Fría. Lo rodó John Frankenheimer en 1962 y pivota en torno a lo que Hitchcock llamaba un «MacGuffin»: una coartada anecdótica, perfectamente arbitraria, sobre la cual alzar la fábula narrativa. El McGuffin era, esta vez, una mitología conspiratoria de época: el «Proyecto MK Ultra», al que se atribuía la milagrosa potestad de «lavar cerebros» y trastrocar personalidades. Sobre esa muy fechada fantasía, una fábula inquietante desplegaba sus lógicas: en las estrategias de la Guerra Fría, ¿era técnicamente verosímil que un agente soviético pudiera llegar a hacerse elegir presidente de los Estados Unidos? Naturalmente, Frankenheimer no llevaba hasta el final la tenebrosa lógica de su argumento.

Han tenido que pasar 63 años, para que el contenido de la fábula puede llegar a hacerse explícito sin la necesidad del artificioso McGuffin. Donald Trump no ha precisado de mágicos lavados neuronales para ser transformado en un agente de Putin. La hipnosis del negocio a gran escala se ha mostrado más eficiente que los hechiceros químicos. Y hoy la Casa Blanca se rige desde el Kremlin, no mediante fantasmagóricos pases de magia negra paranormal, sino desde la armonía del interés comercial conjunto Putin-Trump, trocado en sanguinaria lógica de tenderos locos.

Las bases estaban dadas. Desde hace mucho. Desde que la reconstrucción del continente, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y los letales equilibrios de la Guerra Fría que habían de seguirla, propiciaron el tutelaje de la economía europea por los Estados Unidos. Y, al mismo tiempo, su dependencia militar completa. Europa occidental fue convertida en la próspera zona tampón que sellaba, moral y militarmente, el otro lado del muro berlinés. Estados Unidos gastó faraónicas cifras para garantizar ese escaparate escénico. Y fue un éxito. Sin capacidad económica, ni para alcanzar la calidad de vida europea occidental, ni para mantener su propio gasto militar, la URSS se desplomó en 1989. Pero, con ella, se desplomaba la rentabilidad también del carísimo teatro alzado a este lado del telón de acero. Desde el inicio de los años noventa, todas las administraciones norteamericanas han sabido que había llegado la hora de desinvertir. La UE quiso ser la respuesta de Mitterrand y Kohl a ese desafío. Y fracasó. Europa es hoy literalmente nada: en lo económico como en lo militar. Nos quedan aún las joyas de la abuelita para ir vendiéndolas. Un gran parque temático para uso de turistas ricos. Y se acabó.

La barbarie específica de Trump cabe en el perfecto cinismo con el cual ha decidido administrar ese momento crítico que es el nuestro. Sobre una base tan económicamente simple cuanto moralmente abyecta: reducir la política internacional a comercio internacional. Si Ucrania hubiera cedido sin reparos sus yacimientos de manganeso, titanio, grafito y litio, las estratégicas «tierras raras» que el multimillonario de la Casa Blanca ambiciona, hubiera podido con ellas alquilar el servicio de seguridad que Donald Trump se avendría, al menos transitoriamente, a prestarle. En ausencia de tal peaje, el presidente norteamericano da su plácet a la aniquilación de Ucrania por su único par en cinismo político: Vladímir Putin. No es mala apuesta comercial: Putin pone el combustible con el cual estrangular a una Europa que, tras haber destruido neciamente sus centrales nucleares, carece de recursos energéticos propios. Trump pone los aranceles para acabar de apisonarla. Y ambos dejan a China, de momento, fuera del gran juego. Ucrania, en esa timba de mercachifles, es nada más que un MacGuffin: la coartada anecdótica para iniciar el reparto.

Dos poderosos sin escrúpulos han acordado repartirse el mundo. Lo pagaremos todos. Y muy caro. Trump periclitará en cuatro años. Putin —y, tras Putin, Rusia—, no. Europa amanece hoy muerta.