Editorial-El Español

Donald Trump prometió, durante la campaña de 2024, «acabar con el papel de Estados Unidos como policía del mundo».

En la presentación de la nueva Estrategia Nacional de Seguridad hace unas semanas, el presidente se reafirmó en esta visión: su país «no entrará en guerras que no sean nuestras», y «Europa debe aprender a defenderse sola».

Sin embargo, apenas transcurrido un año de su segundo mandato, la política exterior de Washington ha vuelto a implicarse, simultáneamente, en tres conflictos en tres continentes.

El último caso son los bombardeos en Nigeria.

Este jueves, Estados Unidos ha lanzado varios ataques aéreos contra posiciones del Estado Islámico en el norte del país por orden directa de Trump, que justificó la ofensiva como una respuesta a “la persecución brutal de cristianos”.

«No toleraremos el terrorismo islámico en ningún lugar del mundo», sentenció.

El patrón de una retórica aislacionista que encubre una realidad intervencionista se viene repitiendo en los últimos meses.

En Venezuela, Trump ha amenazado con «acciones directas» si Caracas no frena el narcotráfico «que envenena a los americanos». La Marina estadounidense mantiene desplegado un portaaviones y cazas de ataque en el Caribe, ha bombardeado reiteradamente presuntas narcolanchas y ha sembrado la inquietud de un posible conflicto armado.

Este ánimo combativo contrasta con su discurso sobre su mérito de haber puesto fin a casi una decena de guerras.

En Gaza, el presidente se jacta de haber logrado un alto el fuego y de ser «el único líder capaz de poner fin a guerras interminables que otros empezaron». Pero la ONU ha advertido de que el plan estadounidense puede congelar el conflicto sin resolverlo.

Algo parecido sucede en Ucrania, donde Trump está forzando a Zelenski para que acepte un plan de paz redactado en Washington. Pero ese borrador puede considerarse una claudicación ante Putin y una partición de facto de Ucrania.

Y es que la pacificación de la que alardea Trump tiene mucho de imposición expeditiva en beneficio del actor más fuerte en cada uno de los conflictos.

Es decir, un injerencismo avasallador que viola la soberanía de los países (como ha lamentado el gobierno nigeriano, que ha lamentado no haber sido avisada con antelación del ataque); y que contribuye a escalar la tensión, como en el caso de Venezuela, donde las amenazas de intervención han elevado la tensión regional y reforzado la alianza de Maduro con Rusia.

Trump se vanaglorió hace unos días de que «Estados Unidos goza hoy de más prestigio que nunca porque no teme hablar con todos y golpear cuando es necesario».

Pero confunde diplomacia con intimidación y efectividad con prestigio.

Más que un temor reverencial, lo que transmite la política exterior de EEUU es improvisación, discrecionalidad y una visión del liderazgo global anclada más en la arbitrariedad que en la coherencia.

Además, muestra una doctrina geopolítica contradictoria, que a la vez que reclama menos compromisos permanentes en el extranjero admite la «necesidad de actuar con decisión ante amenazas inminentes». Trump presume de pacificador y de haber «traído la paz sin guerras nuevas», pero multiplica los frentes de tensión.

Lo que ha quedado claro, en cualquier caso, es que no hay tal aislacionismoEstados Unidos actúa cuando su presidente lo juzga oportuno, sin consenso internacional y con lógica unilateral.

Estados Unidos ha regresado, sin querer reconocerlo, a su viejo papel de gendarme mundial. La diferencia es que lo hace bajo un liderazgo que desprecia las instituciones multilaterales y reduce la política exterior a un instrumento electoral.

Trump decía querer retirarse del mundo, pero lo que ha hecho ha sido ponerlo a sus pies. La incógnita es qué consecuencias traerá este enfoque neoimperialista para el orden mundial vigente.