CHAPU APAOLAZA-ABC

  • Se vino el ‘Pobre de mí’ armado hasta los dientes de rutinas y de literalidades

Después de ocho días de fiesta -qué distintos éramos el 6 de julio-, me asomo a la prensa sin querer ver, como el que conduce junto al lugar de un accidente de tráfico. Vista desde Pamplona y su tamiz de ruido de charangas, de jotas, de toros, amigos y ajoarrieros, la realidad adquiere tintes irreales como si nada estuviera pasando. Los sanfermines son una distancia que ponemos sobre las cosas ocho días al año en el intento de no saltarnos la tapa de los sesos definitivamente. Desde el corazón de la primera fiesta del mundo, los sucesos adquieren categorías nuevas, fantasmagóricas, casi siempre divertidas, y así resulta muy notorio si un toro ha cogido a una australiana a la entrada del callejón o si han multado a un influencer norteamericano por tirarse unos selfis en el ruedo delante de la manada, y toda la ciudad se puede mostrar muy concernida por estos acontecimientos, pero si disparan al candidato a presidente de los Estados Unidos, pues chico, son cosas que pasan. Todo sucede en la galaxia de al lado, incluso los rifirrafes entre los partidos de la derecha se ven con su punto de cachondeo, un poco como cuando se calientan la cara en el Parlamento de Georgia, lo ves y te hace gracia. Alcanza uno el perfecto punto sanferminero cuando le da igual si el mundo estalla, pero le importe mucho si fulano ha colocado la barrera de sombra que le vendría tan bien para ese amigo que viene de Zaragoza. Es un mecanismo que se llama sanfermines y que le regala España al mundo cada año del 6 al 14 de julio.

Así nos enteramos del atentado contra Donald Trump, como desde la quinta puñeta, apoyados en la pared de la Cuesta de Santo Domingo media hora antes del encierro de Miura en el que el toro Chirrino, cárdeno y playero, se adelantó a la manada a abrir cabezas, a babear los pantalones de los mozos, chocar con los vallados e impartir sus leyes del caos en la ciudad que hoy cruzarán -ay-, carritos de la compra y los malditos ‘runners’ que bajan de cuatro minutos el kilómetro. Así que leíamos el periódico del miedo, que se lee sin leer, y yo me andaba fijando en que ninguno de los corredores se puso a debatir de quién era la culpa del atentado, ni contextualizaban las cosillas de la violencia que es lo que sucede en estos casos últimamente. Escuchaba ese silencio con esperanza satisfecha como cuando ves a unos adolescentes y no están mirando el móvil. Alguien preguntó si el terrorista -¿le llamarían así esta vez?-, había dado al candidato republicano. Otro aclaró que le habían disparado, que habían estado a punto de matarle y que habían herido a alguien en el público, pero solamente le habían rozado en el pabellón auditivo. En ese momento, alguien que naturalmente estaba leyendo la crónica taurina, dio el titular de la mañana: «Trump, una oreja».