Florentino Portero-El Debate
  • Seis meses después el discurso internacional de Trump se ha estampado con la realidad. La política exterior de Estados Unidos no puede estar sometida a prejuicios ideológicos, a ocurrencias de iluminados o a ‘ideícas’, que dicen por Andalucía, de quien ha aterrizado cual paracaidista en terreno ignoto

Donald Trump se presentó ante los norteamericanos solicitando su confianza para disponer de un segundo mandato presidencial. En el plano de la política internacional reivindicó su legado, un tiempo en el que Estados Unidos no se vio involucrado en nuevos conflictos, y planteó nuevas metas. Si lograba la victoria dejarían de lado sus viejos compromisos en el marco del orden liberal para entablar una negociación directa con sus enemigos y rivales, que daría paso a un nuevo tiempo en el que se concentrarían en la innovación, la generación de nuevos puestos de trabajo y el comercio. El nuevo Trump había dejado de lado el consejo de profesionales, leales al ‘Estado profundo’, para rodearse de amigos sin experiencia en la materia, pero con una visión renovadora del futuro nacional.

Seis meses después, las negociaciones con Rusia e Irán han fracasado. Estuvieron desde el primer momento mal planteadas y peor ejecutadas. Con China se ha llegado a un preacuerdo temporal, marco necesario para una compleja negociación comercial. Aunque el aparato de comunicación de la Casa Blanca lo presentó como un gran éxito, en realidad no lo fue tanto. China mantuvo el pulso con frialdad, dejó muy claro a la delegación norteamericana cuáles eran sus vulnerabilidades, así como su disposición a aprovecharlas en beneficio propio.

Una de las ideas más machaconamente repetidas por la Casa Blanca ha sido su compromiso de no intervenir militarmente en otros países, no estando directamente afectados los intereses de seguridad de Estados Unidos. Es, por ello, que hoy muchos de sus votantes se sienten engañados a la vista del ataque que las Fuerzas Armadas norteamericanas han realizado contra instalaciones nucleares iraníes. Trump tomó la decisión plenamente consciente y después de escuchar el consejo de sus aliados políticos, firmemente convencidos de que no había que hacerlo.

Trump ha sabido entender y canalizar los sentimientos y prejuicios de una parte de la sociedad norteamericana, que no acaba de entender el porqué de tantos compromisos internacionales. Pero, lo entiendan o no, Estados Unidos es la gran potencia por excelencia y lo que pase en cualquier punto del planeta le acaba afectando. La visión paleta y limitada de su papel en el mundo, que tiene en el vicepresidente Vance a su mejor y más cualificado exponente, no se ajusta a la lógica del poder, esa que representan diplomáticos, militares y otros estigmatizados miembros del ‘Estado profundo’. La realidad se impone y en demasiadas ocasiones lo hace de forma un tanto brusca.

¿Podía Estados Unidos permitir que Irán accediera al club de las potencias nucleares? Tan cierto es que a Trump no le gusta el uso de la fuerza militar como que era suficientemente consciente de que Oriente Medio entraría en un tiempo nuevo caracterizado por la violencia y la inestabilidad. Israel continuaría atacando a Irán, a pesar de no disponer de los medios necesarios para acabar con el programa nuclear, porque se está jugando su propia existencia. Arabia Saudí trataría de alcanzar el umbral nuclear por otros medios, además de acercarse más a China en busca de equilibrio. Las organizaciones islamistas partícipes del Eje de Resistencia se sentirían más seguras y volverían a las andadas, tratando de forzar cambios en muchos de los regímenes de la región. El que sucesivas administraciones norteamericanas hayan repetido que no permitirían que Irán tuviera armamento nuclear no era el resultado del capricho de anteriores presidentes, sino del convencimiento de que la inacción tendría resultados fatales para la región y para el conjunto de Occidente.

Seis meses después el discurso internacional de Trump se ha estampado con la realidad. La política exterior de Estados Unidos no puede estar sometida a prejuicios ideológicos, a ocurrencias de iluminados o a ‘ideícas’, que dicen por Andalucía, de quien ha aterrizado cual paracaidista en terreno ignoto. En tiempos tan complicados como los que estamos viviendo se hace más necesaria que nunca la profesionalidad. Parece que en esta ocasión ha sido el secretario de Estado, Rubio, quien la ha hecho valer. Confiemos en que no sea la última vez.