Iñaki Unzueta-El Correo

  • El aspirante republicano a la Casa Blanca llega a admitir que pueden ser buenas profesionales, la excepción la hace con sus oponentes políticas

Las relaciones de desprecio hacia las mujeres se encuentran entreveradas de emociones como el miedo, el asco, la culpa, el odio o la envidia, dando lugar a dos configuraciones básicas: el sexismo y la misoginia. El amplio registro de declaraciones de Trump en torno a las mujeres se inscribe más en el campo de la misoginia que en el del sexismo. En primer lugar, es necesario proceder a la clarificación terminológica, pues frecuentemente sexismo y misoginia son equiparados. El sexismo es simplemente el conjunto de creencias por las cuales las mujeres son consideradas inferiores y menos aptas para las funciones que se creen importantes. El sexista considera que por ‘naturaleza’ las funciones de gobernanza política y dirección económica y empresarial corresponden a los hombres y las labores más rutinarias y domésticas, a las mujeres, porque sus capacidades cognitivas son inferiores: «Pobres mujeres, siempre lo harán peor», dice Martha C. Nussbaum que diría el sexista.

Sin embargo, las pruebas empíricas rebaten el sexismo. En las universidades del elitista club de la Ivy League (Harvard, Yale o Princeton) el porcentaje de mujeres estudiantes supera al de los hombres. En la Unión Europea el porcentaje de mujeres graduadas en 2022 era del 54,4% y, contrariamente a lo que se piensa, en el mundo árabe (Argelia, Bahréin, Marruecos, Catar, Arabia Saudí, etcétera) el porcentaje de alumnas universitarias en 2024 es del 63%, si bien, la tasa de inserción laboral se reduce drásticamente al 32%.

Aunque Trump llega a admitir que las mujeres pueden ser buenas profesionales, la excepción la hace con sus oponentes políticas. Sobre Hillary Clinton decía: «Yo estaba ahí, colocado ya ante mi atril, y ella pasó andando delante de mí. Y cuando pasó por delante de mí, creedme si os digo que no me quedé impresionado, la verdad». Y sobre Kamala Harris remarca su bajo coeficiente intelectual: «Tenemos en la Casa Blanca a alguien que apenas puede juntar dos frases coherentes, parece tener las facultades mentales de un niño».

Etimológicamente, misoginia significa «odio a las mujeres» y se traduce en la imposición por parte de los hombres de unos privilegios de género. Martha C. Nussbaum considera que en el proceso de hostilidad hacia las mujeres el disparador es el miedo que crece por tres vías diferentes: la culpa, la envidia y el asco. En la dinámica miedo-culpa, según el relato misógino, las mujeres estarían quitando a los hombres «cosas que son nuestras». En consecuencia, hay que plantarse y hacer que cumplan las funciones que siempre les han correspondido. Por lo que respecta a la dinámica miedo-envidia, esta crece cuando un grupo se considera excluido de algún tipo de capital, sea este económico, social, político o cultural. Según el relato misógino, las mujeres gozarían de un creciente éxito y les habrían quitado a los hombres empleos que siempre han sido de ellos.

A mi entender la dinámica miedo-asco-hostilidad es la que mejor caracteriza la personalidad de Trump. Ernesto Sábato señalaba que dos fuerzas opuestas desgarran al ser humano, pues sabiéndose condenado a la frustración y a la muerte, anhela la eternidad y lo absoluto. Escribe Sábato: «Somos imperfectos, nuestro cuerpo es débil, la carne es mortal y corrompible. Por eso aspiramos a algún género de belleza que sea perfecta; a un conocimiento que valga para siempre; a principios éticos absolutos». El asco es la solución que encuentra el ser humano para hacer frente a la dualidad que lo desgarra. El asco se relaciona con el deseo humano de no ser un animal y con productos vinculados a la descomposición y a la muerte. Los objetos de asco, dice Rozin, son «recordatorios animales» producidos por el miedo a la descomposición del cuerpo y a la subsiguiente muerte.

Una conducta frecuente es proyectar el asco hacia determinados grupos a los que se adjudican propiedades animales. El asco proyectivo opera con una lógica mágica que establece fronteras seguras entre ellos mismos y las características propias de su condición animal y mortal. El misógino se avergüenza de ser meramente humano y proyecta sobre las mujeres la repugnancia que le genera su propia animalidad. El parto, el sexo, la menstruación remarcarían el exceso físico, la hiperanimalidad de la mujer. El misógino repara en la humedad, el olor carnal, la sangre, la viscosidad de la mujer. Sobre Megyn Kelly decía Trump: «Podías ver cómo le salía sangre de los ojos. Le salía sangre de…de donde fuera». Y sobre Hillary Clinton cuando hizo una pausa para ir al baño: «Sé a dónde ha ido ¡Qué asco! Mejor no hablar de ello. No, es demasiado repugnante». Y, en fin, cuando la fiscal Elizabeth Beck pidió un receso para extraerse leche con un sacaleches mientras Trump declaraba ante un tribunal, él se levantó airado y con la cara enrojecida le gritó: «Eres una asquerosa, eres una asquerosa». En el universo trumpiano las mujeres son patéticas, feas, débiles, golfas y repugnantes.