- Sánchez tiene en América el último clavo de su ataúd político, pero la cosa va más lejos y conviene saberlo
A Pedro Sánchez le molestan más Milei que Maduro, Meloni que Díaz Canel, Trump que Xi Jiping, Israel que Hamás y Washington que Pekín. La realidad diplomática española es la que es, con un presidente ubicado en un espacio ideológico en desuso que legitima a duras penas Bruselas, menos woke y menos radical, pero blanda y pastueña en su condescendencia con un político rabiosamente antiguo, infinitamente radical y condenado a pasar a la historia negra de nuestro tiempo, a no mucho tardar.
De hasta qué punto Sánchez siempre antepone sus intereses personales a las necesidades de su nación da cuenta la irrespetuosa elección del día de la investidura de Trump para soltar una de sus filípicas antifascistas, siempre improcedentes pero especialmente ofensiva en una fecha tan señalada, equivalente a ese cuñado que estropea una boda personándose borracho y soltando improperios en la ceremonia.
El antifascismo de Sánchez es ridículo en España, donde solo él tiene interés en resucitar el esquema de los bandos y las trincheras para esconder que el suyo es un contubernio de un perdedor con una coalición peligrosa de comunistas, xenófobos, separatistas y delincuentes.
Pero además es perjudicial fuera de nuestras fronteras, donde las políticas europeas ya se ven como un dañino capricho reaccionario, envuelto en un falso progresismo, que solo provoca empobrecimiento, indefensión e inseguridad en nombre de causas tan nobles en teoría como la igualdad, el cambio climático o el humanitarismo que se traducen en medidas confiscatorias para unos y barra libre para otros.
Nada peor que, cuando allá fuera se tiene esa percepción general, el presidente español se presente voluntario para encarnarla personalmente, identificándose como la cara visible de un movimiento que busca enemigos artificiales a los que no puede derrotar, propone medidas incompatibles con las necesidades de la sociedad de su tiempo y blanquea a los adversarios de Occidente con distintas excusas, hasta el punto de ganarse las felicitaciones de una organización terrorista que simboliza, ella sola, el desafío al modelo de vida genuinamente occidental, que es el mejor en términos de bienestar individual y colectivo alumbrado por la humanidad.
Seguramente estamos viendo un cambio del paradigma nacido tras la Segunda Guerra Mundial, sustentado en la gestión del bienestar público y la tensión de la Guerra Fría, en el que la dialéctica entre Estados Unidos y China va a marcar el futuro del planeta para los próximos siglos.
Pero también estamos viendo cómo, ante ese dilema histórico, el llamado progresismo ha mutado hacia un reaccionarismo que mira atrás, a un mundo que ya no existe, para intentar mantenerlo con respiración artificial con políticas regresivas e intervencionistas disfrazadas en causas ideológicas que tienen poco que ver con las inquietudes de los atónitos ciudadanos que pagan la fiesta.
La respuesta a ese fenómeno incurre sin duda en algunas de las tácticas que denuncia, con esa tendencia idéntica a buscar soluciones sencillas para problemas complejos, pero acierta en lo sustantivo: defender una identidad nacional devaluada por un multiculturalismo sin reglas, convertir la seguridad ciudadana en un eje del discurso público, contener las ansias recaudatorias de la Administración para mantenerse a sí misma a costa del esfuerzo ajeno, dificultar el acceso a la sopa boba de los profesionales de la vulnerabilidad que se sienten al margen del esfuerzo del resto y anular las coartadas ecológicas, de género o culturales para aplicar una agenda tóxica de maximalismos castrantes.
Con Trump o sin él, la política que representa ha llegado para quedarse. Y si el consenso entre socialdemócratas y liberales clásicos refundó con acierto la Europa moderna, su falta de reacción a la realidad mundana ha provocado el nacimiento de populismos como el de Sánchez.
Y la respuesta, a menudo hiperventilada pero centrada en lo importante, de quienes sí han entendido el clamor social que les impulsa: la ciudadanía lleva años gritando preguntas que nadie quería responderles. Y cuando han aparecido políticos dispuestos a hacerlo, sus victorias se han amontonado. No es llamándoles ultras, a ellos y a sus votantes, como se ofrece una alternativa solvente, sino aceptando el reto de atender las tormentas del momento, sin esconderse, con decencia intelectual y política.
Y menos si quien intenta dar lecciones de democracia es un desesperado aspirante a sátrapa que habla de la hegemonía del principio de «un hombre, un voto», y se ha comprado la presidencia con los pírricos siete de un huido al extranjero por dar un golpe de Estado.