FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS
- Cuando en la principal economía europea se empiezan a percibir importantes distorsiones de la democracia, tenemos que hacer sonar todas las alarmas
Para ponderar la situación de las democracias en el mundo, Alemania cumple una función similar a la del canario en la mina. Cuando allí se empiezan a percibir importantes distorsiones del hasta ahora relativamente plácido discurrir de la vida político-social tenemos que hacer sonar todas las alarmas. No en vano este país es uno de los modelos más paradigmáticos de una democracia de consenso y la de mayor calidad entre los países más poblados. Está en el extremo opuesto de la contenciosidad francesa o del proceso de polarización que se aprecia en otros lares. Y, a pesar del avance de la AfD en las encuestas, quizá siga siendo el último lugar donde se persevere en el cordón sanitario a la extrema derecha.
Casi desde el mismo momento en el que la coalición semáforo activó su plan de gobierno se aprecian en ella, sin embargo, signos preocupantes no tan distintos de los que vemos en otros lugares. La revuelta de los agricultores, con sus aparatosas manifestaciones, ha llenado ahora de inquietud a muchos de sus ciudadanos, que ven con preocupación, con ansiedad casi, el devenir de su otrora apacible vida política. Hay incluso quienes han equiparado esta revuelta a la de los chalecos amarillos franceses, aunque hoy por hoy está lejos de tener un carácter violento. Lo único cierto es que su origen inicial es similar a aquella, la reducción de las subvenciones al diésel; es decir, incide sobre aspectos de la tan debatida transición ecológica. Más discutible fue la impopular Ley de Calefacción, dirigida a reducir la dependencia del gas en los hogares, pero el malestar no se trasladó a la calle, fue más sordo y casi exclusivamente mediático. Uno de los efectos de la movilización campesina ha sido, empero, que a sus manifestaciones se unen representantes de otros sectores descontentos y, ojo, de grupos de extrema derecha.
Lo único cierto es que las señales de insatisfacción se van generalizando —el 70 % de los encuestados se han puesto del lado de los agricultores— y empiezan a hacer temblar al Gobierno. Los liberales, que tocan fondo en los sondeos, estuvieron a punto de abandonar la coalición, y dentro del SPD, también en caída libre, hay ya voces que piden que Scholz sea sustituido por Boris Pistorius, el actual ministro de Defensa, uno de los más populares políticos alemanes. En estas aguas revueltas quienes mejor nadan son, como siempre, los populistas. Y esto hace que el descontento general devenga ya casi en angustia al apreciarse que no existe una respuesta contundente de los partidos establecidos ante la amenaza de una AfD, cuyos vínculos con grupos neonazis son cada vez más evidentes. La crisis de representación ha llegado también a Alemania.
Y la de liderazgo. La impresión, también allí, es que los políticos se ven arrastrados por problemas para los que no encuentran soluciones aceptables ante los nuevos desafíos y están continuamente desbordados. Con el agravante, en su caso, de las restricciones constitucionales al gasto público. El resultado es el aumento continuo de la desconfianza hacia la política y una más o menos manifiesta sensación de malestar social. Su incorporación al club de las democracias insatisfechas no es ningún motivo de Schadenfreude. Todo lo contrario, es la señal de que esto empieza a ser sistémico.