Michael Ignatieff-ABC

  • Quién es fuerte y quién es débil no depende solo del conteo de armas, de filas de tanques, del tamaño de la población. Depende de la voluntad, de la determinación sangrienta, del feroz deseo de libertad y de la capacidad de atraer apoyo por el poder moral de su causa

El proceso de paz en Ucrania, si es que merece tal nombre, evoca los Diálogos de Melos. Melos era un Estado libre, una isla en las Cícladas, que se había mantenido neutral en la guerra entre el imperio ateniense y Esparta. En el 416 a. C., la armada ateniense desembarcó tropas en la isla y envió una delegación para exigir que los melios se rindieran y se convirtieran en colonias tributarias de su imperio. Tucídides, el general ateniense que escribió la historia de las guerras del Peloponeso, recreó un diálogo entre los atenienses y los melios, basado en testimonios de testigos o, como los grandes trágicos griegos de su era, en lo que imaginó que debió ocurrir cuando la justicia se enfrentó a la fuerza bruta.

Los melios protestaron que la fuerza militar desplegada contra ellos les dejaba solo dos opciones: una rendición deshonrosa o la esclavitud y la aniquilación. Argumentaron que, dado que el Imperio ateniense podría algún día estar en peligro frente a una fuerza superior, los atenienses deberían respetar el derecho de los melios a «invocar en momentos de peligro lo que es justo y correcto». En palabras que han sido célebres desde entonces, el general ateniense respondió: «Saben tan bien como nosotros que la justicia, en el mundo tal como es, solo se plantea entre iguales en poder, mientras que los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben». Cuando los melios se negaron a rendirse, los atenienses los aplastaron. Como registra Tucídides, su bando «dio muerte a todos los hombres adultos que capturaron, vendió a las mujeres y niños como esclavos y luego envió quinientos colonos para habitar el lugar».

Desde el 416 a. C., el diálogo de Melos ha definido cómo Occidente entiende la relación entre la fuerza y la justicia en las relaciones internacionales. Tras dos guerras catastróficas en Europa en el siglo XX, los vencedores diseñaron una Carta de la ONU cuyo propósito era igualar el poder de los Estados débiles y fuertes, anclando la igualdad soberana de cada uno y la inviolabilidad de sus fronteras en el derecho internacional. La idea era dar una oportunidad a lo que los melios llamaron los principios de «lo justo y lo correcto» frente a la fuerza bruta del poder militar. La historia de las relaciones internacionales desde 1945 puede contarse como una lucha inconstante y desigual entre los dos principios en juego en aquellos diálogos.

Estados Unidos siempre tuvo una inclinación por el realismo brutal encarnado en el lado ateniense. En Yalta, Franklin Roosevelt accedió a la esclavitud de Europa del Este por parte de Stalin. Sin embargo, la reivindicación de los melios tuvo influencia en la batalla estadounidense contra el comunismo tras la guerra. La doctrina Truman comprometió a Estados Unidos en 1947 a defender a los pueblos libres contra la subversión comunista. En parte, esto fue una defensa de los intereses estadounidenses; en parte, un compromiso con «lo justo y lo correcto». En Vietnam, tres presidentes, Eisenhower, Kennedy y Johnson, apoyaron al Vietnam del Sur democrático, mientras que Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, abandonaron a los survietnamitas en 1972, concluyendo que la fuerza del bando norvietnamita ya no podía resistirse.

Donald Trump abandonará a Ucrania si puede, pero carece de la persistencia geopolítica de Nixon o del dominio diplomático astuto de Kissinger. Su preferencia es por la actuación, más que por la sustancia del poder. Es posible que el único motivo que tenga para participar en el proceso de paz sea asegurarse de que sus predecesores carguen con la culpa de la implicación estadounidense en la guerra, y que el colapso de Ucrania no ocurra durante su mandato ni se le atribuya a él. Adora la fuerza porque los fuertes hacen lo que pueden, y desprecia la debilidad porque los débiles hacen lo que deben. De ahí su veneración por Putin, de ahí su constante menosprecio a Zelenski, quien «no tiene las cartas». La idea de que haya «lo justo y lo correcto» de un lado, y violencia e injusticia del otro, es, en su opinión, cosa de simplones.

Tucídides y su diálogo han sido la piedra angular de la política exterior ‘realista’ en todos los departamentos de Estado y cancillerías del mundo durante siglos. La lección que suele extraerse es que los principios de «lo justo y lo correcto» importan poco en las relaciones internacionales. Cuando Trump le dice a Zelenski que no tiene las cartas, simplemente repite esta convicción realista milenaria. Cuando adula a dictadores y su acólito, J. D. Vance, aplaude a los autoritarios en Europa mientras menosprecia a los demócratas, están haciendo del culto al poder la única base de la política exterior estadounidense.

Pero, ¿es la fuerza bruta el único poder que cuenta en las relaciones entre Estados? Zelenski y los ucranianos han resistido a los rusos durante tres años precisamente porque «lo justo y lo correcto» está incuestionablemente de su lado. Han luchado contra una nación tres veces mayor hasta detenerla. Han dependido del apoyo estadounidense y europeo, sin duda, pero el mayor activo de Ucrania ha sido su feroz voluntad de resistir y un apasionado deseo de ser libre. Como los finlandeses en 1940, un país con voluntad de resistir ha demostrado que puede desplegar mejor organización, liderazgo militar, conocimiento del terreno, mayor capacidad para improvisar y dominar nuevas tecnologías que el bando nominalmente más fuerte.

Quién es fuerte y quién es débil –los criterios del diálogo de Melos– no depende solo del conteo de armas, de filas de tanques, del tamaño de la población. Depende de la voluntad, de la determinación sangrienta, del feroz deseo de libertad y de la capacidad de atraer apoyo por el poder moral de su causa. Trump no entiende nada de esto y, por ello, ha caído en lo que podría llamarse el realismo de los necios.

La fuerza siempre parece invencible hasta que colapsa. Cuando estuve en Moscú en 1983, como parte de una delegación oficial, conocimos a funcionarios soviéticos que exudaban una confianza despreocupada en que su imperio perduraría para siempre. Seis años después, el imperio soviético se desmoronó, y un joven oficial de la KGB en Dresde se encontró quemando frenéticamente papeles en el patio trasero de su estación, preguntándose cómo la poderosa Unión Soviética había colapsado tan repentinamente. Este puede ser el trauma que impulsa a Putin en su sangrienta cruzada por recrear el imperio perdido de Rusia, pero, si lo es, nos dice que él sabe, mejor que nadie, cuán tenue, cuán rápidamente perdida, puede ser la fuerza de los poderosos.

Si Putin necesitara más lecciones sobre el ‘pathos’ del poder, la carrera de Tucídides ofrecería un ejemplo aleccionador. Murió en el 411 a. C., con su obra maestra inacabada, pero el imperio al que sirvió, el que apenas una década antes había alardeado de su fuerza incontestable ante los melios, cayó derrotado por Esparta en el 404 a. C. y pronto sus glorias, sus templos, sus monumentos, su poder hoplita, sus trirremes, no fueron más que un recuerdo.