José María Ruiz Soroa-El Correo

Toca defender a la monarquía. Toca hacer acopio de razones para sostenerla ante un público agobiado por las miserias del momento

En un artículo de prensa de 1930 que resultó uno de los más resonantes que conoce la historia patria formuló Ortega y Gasset como conclusión la frase opuesta a la que da título al mío: «La monarquía debe ser destruida», escribió. Para rehacer el Estado, los españoles tenían que abolir la monarquía de Alfonso XIII después del error imperdonable que había significado que éste amparase la dictadura primoriverista durante siete años, una anomalía política de tanta enjundia como para exigir un nuevo comienzo en España.

Hoy no se dan en absoluto las condiciones de partida que puedan justificar aquel grito abolitorio. Más bien lo contrario. La monarquía heredada del franquismo e integrada como estrictamente parlamentaria en la Constitución de la Transición ha funcionado más que aceptablemente, con un rendimiento probablemente superior al de la media de otras instituciones públicas. Aunque suene raro decirlo justo ahora, Juan Carlos ha sido un buen rey, y su hijo desempeña muy correctamente su cargo. Y, sin embargo, se escucha desde hace años en la plaza pública el lema orteguiano: destruid la monarquía y cread la república. Por cierto, nada se dice sobre si sería parlamentaria o presidencialista, todo salvo su destrucción es vago.

No nos confundamos con el asunto pues nos va mucho en su acertado conocimiento: no son las bribonadas casposas de Juan Carlos, hoy en día en boca de todos y en trámite ante la justicia, las que han motivado la inquina monarcómaca presente en varios sectores políticos hispanos. La cosa viene de antes y trae causa de factores diversos, ninguno de los cuales conecta con el comportamiento privado execrable del hasta hoy Rey emérito. Aunque sí hay que reconocer que sus manejos para lograr un enriquecimiento ilegítimo y desmedido ayudan lo suyo a prestar una aureola de justificación a la reclamación republicana de algunos.

La monarquía española está integrada en una estructura que simbólicamente funciona como un auténtico mito político, el de la Transición como reconciliación entre sujetos históricamente enfrentados. Y desde un punto de vista institucional está concebida como pieza esencial en el sistema constitucional, de manera que no puede suprimirse la monarquía sin suprimir también el marco donde actúa. En contra de lo que se sugiere a veces, la monarquía española actual no puede ser sometida a referéndum u otro tipo de decisión popular, precisamente porque es una pieza (y una de las especialmente protegidas) del marco constitucional: para suprimir la monarquía es preciso recurrir al proceso más difícil de reforma constitucional, ese de los tres quintos de consenso parlamentario, disolución y elecciones nuevas, otro pronunciamiento y referéndum. Un proceso tan intratable políticamente que vale más no pensar en él salvo caso de siniestro total del sistema.

Y, sin embargo… precisamente su valor simbólico y mítico es el que hace a la monarquía objeto de atención privilegiada (objetivamente inmerecida pues es una de las cuestiones que menos importan al ciudadano corriente) por todas las fuerzas políticas que desean desequilibrar el sistema político existente. Desde luego, los nacionalistas e independentistas de aquí o allá, pues nada como el monarca representa la azarosa continuidad de la nación española en la memoria de larga duración y sirve de referente a un vago patriotismo. Y a su lado los populistas de izquierdas cuya pieza a cobrar no es tanto la nación como su sistema de gobierno, pues sólo en una situación de crisis generalizada pueden de verdad crecer y asentarse. Junto a los cuales encontramos por doquier almas bellas de exquisita factura que suspiran por la pureza democrática de una república presidida por un electo y no un nacido y que creen a pies juntillas que sólo la república como forma de gobierno realiza el ideal democrático. Vamos, que siguen en 1930. Benditos.

Toca defender a la monarquía. No por lo que valga sino por lo que costaría su desaparición. Toca hacer acopio de razones para sostenerla ante un público poco interesado en sutilezas políticas y agobiado por las miserias del momento. Resulta sorprendente por ello (¿o no tanto?) que el Gobierno haya adoptado como fórmula la de una actitud de mero compromiso formalista con la legalidad vigente: la monarquía está en la Constitución y no hay más que hablar, farfulla. Recuerda a la postura del Gobierno de Rajoy ante el envite independentista: no cabe un referéndum y ya está. Posturas formalistas, secas y frías como mojamas, que de poco pueden servir para motivar el aprecio popular por una institución que resulta inevitablemente muy lejana y que no puede bajar a la arena pública a defenderse o justificarse. Un ideario o prontuario que explicase que la monarquía no es en España un ‘second best’, algo así como un sucedáneo a falta de una verdadera democracia, vendría muy bien. Alguien del extenso Gobierno podría dedicar un ratito a diseñarlo. Entre brote y rebrote.