Este verano, el sustituto del monstruo del lago Ness es el rechazo social del turismo masificado. Siguiendo una exitosa estrategia con antecedentes en la preocupación ecológica, la libertad sexual y la igualdad de género, la izquierda antisistema no ha tardado en apoderarse de la protesta con ese característico enfoque radical tan suyo, y que tanto desconcierta y seduce a las élites lerdas: no se trata de corregir las consecuencias indeseables del turismo en masa, sino de la denuncia del turismo en sí como aberración liberal y capitalista (culpable de infinitos males, del colonialismo cultural al cambio climático y los desastres electorales de la ultraizquierda)
La denuncia activista del turismo solo es el penúltimo capítulo de la interminable agresión izquierdista a la libertad y felicidad general. Y como de costumbre, goza de la simpatía de los grandes medios y de vecinos de zonas turísticas dados a olvidar que ellos mismos se transforman, siempre que pueden, en turistas iguales a esos que tanto les molestan en su domicilio. Protestar por el turismo y hacer más turismo que nadie, todo a la vez, es la última disonancia cognitiva del insoportable radicalismo ideológico de los privilegiados wokistas, fans del doctor Jekyll y míster Hyde. El modelo moral son los multimillonarios que peregrinan a Davos en sus jets particulares a profetizar la muerte del planeta a causa de la aviación comercial de masas.
Inconvenientes de la libertad
Es innegable que el turismo masivo tiene inconvenientes, como todas las actividades sociales, que siempre molestan a alguien y a menudo estropean cosas valiosas. Comparemos por ejemplo la vulgaridad de la universidad masificada del presente con la exquisita educación superior reservada a élites mínimas que era la norma hace dos siglos. O la coexistencia del hambre de muchos con la sofisticada cocina de palacio (aquella lamentable ocurrencia atribuida a María Antonieta: “pues si no hay pan, que coman pasteles”). Es la regla: popularizar una costumbre, un hábito, convertir un privilegio en derecho, deriva hacia la vulgaridad y el adocenamiento.
Cualquier enclave turístico conoce los efectos: los nativos desaparecen en beneficio de la tribu visitante, las viviendas se convierten en alojamientos carísimos y aparcar es imposible
Las imágenes más convincentes de los males del turismo exagerado son esos vídeos de una Venecia agonizante, literalmente invadida de turistas (lo que permite al Florian de piazza San Marcos cobrar un vulgar café a precio de botella de vino), o las masas apelotonadas y sudorosas en la Acrópolis de Atenas, condenadas a una exposición de cogotes y rostros sudorosos en vez de los mármoles de Fidias o, en la cúspide, embotellamiento de montañeros que intentan hacer cumbre en el Everest, cuyo campo base es un basurero.
La búsqueda en internet de las palabras unidas “turismo” e “invasión” produce millones de resultados. A la mayoría de la humanidad, incluso a la que vive amontonada en ciudades asiáticas superpobladas, le produce una humanísima mezcla visceral de atracción y repugnancia. Sin llegar a los extremos, cualquier enclave turístico conoce los efectos: los nativos desaparecen en beneficio de la tribu visitante, las viviendas se convierten en alojamientos carísimos y aparcar es imposible. Intenta ver indígenas ajenos a la hostelería por la Plaza Mayor de Madrid, la Parte Vieja donostiarra o el sevillano barrio de Santa Cruz. Y con los vecinos huyen aquellas cosas, paisajes y ambientes únicos que el turista quería disfrutar.
No es nuevo que el turismo de masas termine destruyendo, sin querer, precisamente aquello que le atraía y convocaba. En fin, que hace a los paisajes y costumbres lo mismo que los premios a la literatura. Confundir la Pamplona real con la de San Fermín no es muy distinto a equivocar una novela con el último premio Planeta. Sin embargo, no podemos renunciar realmente al turismo; muchos, porque viven directa o indirectamente del río de dinero que mueve, como sucede en media España, y casi todos porque nuestra vida ya no es concebible, ni quizás soportable, sin las promesas de felicidad de las vacaciones, quizás tan falsas como las del amor romántico, pero igual de insustituibles. ¿O no recordamos el trauma y depresión mundial por la prohibición de viajar y moverse libremente durante los confinamientos del covid?
Los movimientos políticos igualitarios lo llevaron a sus programas electorales más atractivos: derecho universal a viajar para descansar y conocer mundo, como los ricos (aunque fuera con apreturas y desvirtuado)
El papel existencial del turismo no es únicamente efecto de su importancia económica. Al contrario, se convirtió en una industria esencial cuando la gente paladeó los hábitos antaño reservados a la aristocracia con dinero. Esta mezcla de ocio caro y educación tiene, como tantas cosas, precedentes muy antiguos (hay desconsiderados grafitis griegos y latinos en monumentos faraónicos, y en China siempre se viajó a visitar paisajes y monumentos famosos), pero el nuestro fue concebido y realizado por la Ilustración y el Romanticismo.
El “grand tour”, que duraba meses o años, era parte esencial de la educación cosmopolita aristocrática; el desarrollo económico y tecnológico, sobre todo el ferrocarril, puso al alcance de mucha más gente versiones asequibles del viaje por placer con barniz de alta cultura.
Las mejoras laborales y salariales del capitalismo industrial aportaron los días festivos y las vacaciones pagadas que vertieron masas urbanas, primero de clase media y luego trabajadora, sobre paisajes y sitios que antaño nadie visitaba por diversión: valles de montaña pobres pero impresionantes, playas inhóspitas o bosques obscuros, pintorescos pueblos tan atrasados como conservadores. Es el proceso de popularización (y abaratamiento) de costumbres elitistas típico de la cultura moderna. Enseguida se reconoció como el verdadero progreso social, y los movimientos políticos igualitarios lo llevaron a sus programas electorales más atractivos: derecho universal a viajar para descansar y conocer mundo, como los ricos (aunque fuera con apreturas y desvirtuado).
El colapso comunista en la Europa del Este llegó de la mano de la insistencia de alemanes, checos, polacos y compañía en viajar y consumir turismo como sus vecinos del oeste capitalista
Es esta estrecha unión de turismo y capitalismo liberal el que tanto molesta a la izquierda woke: el hábito de viajar por placer es un factor constituyente de la libertad moderna. Incluso la férrea dictadura china comprendió que, si bien es posible impedir la libertad política, la modernización exigía permitir a chinos y extranjeros hacer turismo por libre (los soviéticos no, y eso contribuyó a su caída).
Es el peaje del progreso económico con tantas consecuencias positivas en la España de Franco, donde hizo más por liberar mentalidades y hábitos que los libros de Ruedo Ibérico. El colapso comunista en la Europa del Este llegó de la mano de la insistencia de alemanes, checos, polacos y compañía en viajar y consumir turismo como sus vecinos del oeste capitalista; lo primero que hicieron los berlineses del este cuando la dictadura abrió el muro fue correr en sus desvencijados Trabant a visitar las luces libres del oeste. Por eso es fácil comprender por qué las familias de la coalición izquierdista-nacionalista han creído encontrar en atacar al turismo, en sociedades hastiadas y endofóbicas (que odian su propia cultura), otro objetivo posiblemente popular de demolición cultural.