JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • Cuando se cumplen 15 años desde que fuera escrito el primer tuit, la revolución tecnológica sigue su curso acelerado, pero crecen el desorden y la desigualdad social

Hace hoy 15 años, en la noche californiana del 21 de marzo de 2006, surgió el primer tuit de la Historia con un mensaje tan inocente como obvio: “Acabo de configurar mi twttr”. El autor del código informático era Jack Dorsey, un veinteañero que estaba lejos de imaginar de qué manera su invento revolucionaría el mundo. Conocí a Dorsey durante un encuentro del Berggruen Institute en Nueva York y mantuve con él una conversación en la que me explicó los orígenes de la red social. “Desde pequeño —me confesó— he sido muy aficionado a hacer mapas, especialmente de las grandes ciudades. Aprendí enseguida a diseñarlos en la computadora, de manera autodidacta; siendo adolescente ya era capaz de elaborar planos muy precisos. Pero comprendí que las ciudades no son solo las calles y los edificios, sino fundamentalmente las personas que las habitan. Para hacer un plano exacto tenía que ser capaz de ubicarlas, y de ahí viene la interrogación fundamental que dio paso al proceso: dime dónde estás y qué estás haciendo”. Solo un lustro después de lanzar tan pueril interrogante, Twitter desempeñó un papel esencial en la convocatoria de la Primavera Árabe, uno de los sucesos revolucionarios más significativos de este siglo cuya expresión pacífica fue aniquilada por las armas. También contribuyó, casi por las mismas fechas, al movimiento del 15-M madrileño, del que se cumplirá en breve el décimo aniversario, y en el que se incubó la creación de Podemos y de otras formaciones políticas de izquierda que han fragmentado el arco parlamentario.

Twitter no es, ni de lejos, la más extendida de las redes sociales, pero quizá sea la que más influencia ejerce en la política mundial. Dos expresidentes de Estados Unidos, Barack Obama y Donald Trump, se situaban entre los 10 personajes que tenían más seguidores en el mundo hasta que Trump fuera expulsado temporalmente de la red. Obama es el líder absoluto, con 130 millones de seguidores. Solo un español, el futbolista Andrés Iniesta, se sitúa entre los primeros 100 de dicha lista, en la que aparecen también las marcas del Real Madrid y el Barça. Pero 125 jefes de Estado, incluido el papa Francisco, son tuiteros frecuentes, la mayoría de ellos a diario, y difunden así sus mensajes y propuestas.

También por estos días se rememora la insurgencia de la Comuna de París hace siglo y medio, que los fundadores del movimiento comunista reclamaron como la primera experiencia de dictadura del proletariado y los anarquistas como un temprano experimento autogestionario. En poco tiempo se cobró un enorme precio en vidas humanas y fue el prólogo de una encarnizada represión y del retorno al más despiadado autoritarismo del poder. De manera sorprendente, hay algo común entre dos hechos tan distintos como la invención de Twitter y el levantamiento parisiense de 1871: incoaron un cambio sustancial en la manera de hacer política e impactaron sobremanera en el debate y transcurso de la democracia, marcado en ambos casos por un reclamo de mayor representación popular. Pero la revolución tecnológica que las redes sociales encarnan es además, y sobre todo, un cambio de civilización en el que el orden social se ve subvertido por una nueva forma del conocimiento.

Andaba yo disperso en estas divagaciones sobre la memoria histórica que de continuo nos invita a ejercitar nuestro Gobierno, cuando me acosó la tormenta de un retuiteo insistente sobre la perentoria necesidad de elegir en las elecciones madrileñas entre comunismo y libertad. ¿Cómo así?, me pregunté alarmado. El comunismo es una experiencia fracasada históricamente que ni siquiera sobrevive en los países formalmente comunistas, como China, escenario del crecimiento capitalista más sostenido de los últimos decenios. En cuanto a la libertad, es un valor que por desgracia cotiza a la baja en un mundo que cierra fronteras, confina ciudades, decreta estados de emergencia, gobierna por decretos, establece toques de queda, prohíbe reuniones, limita la circulación de los ciudadanos, define hasta su vestimenta, impide duelos y proscribe fiestas. Todo por una buena causa, sin duda, aunque cabe preguntarse cuándo los demócratas del mundo comenzaron a olvidar que el fin no justifica los medios. La pandemia, como las guerras, ha acabado con la libertad, cualquiera que sea el signo de quienes ejercen el poder. Está bien que alguien nos la prometa, aunque no puede decirse que la derecha española goce de mucho pedigrí al respecto, ni en dictadura ni en democracia. Sin ir más lejos, al tiempo que el PP predica la libertad se acaba de oponer a que los ciudadanos puedan libremente elegir ni siquiera el cuándo y el cómo de una muerte digna.

Estos debates abstractos, tan aparentemente ideológicos, en los que no participa, sin embargo, el único ideólogo respetable que encabeza una candidatura, el profesor Gabilondo, no hacen sino dar nuevamente la espalda a los problemas reales de los madrileños. Por lo demás se trata de cuestiones que afectan por igual al resto de los españoles: saber cuándo nos vamos a vacunar la generalidad de los ciudadanos y podremos garantizar una convivencia saludable entre nosotros; y cómo se va a administrar el dinero público que se nos promete para la recuperación económica. Nada de esto consume mayores debates en un Parlamento cuya calidad intelectual y pobreza de vocabulario difícilmente podrían pasar las pruebas de Selectividad universitaria, por más diplomas que exhiban quienes los protagonizan. Este país está siendo abandonado por su clase política de forma tan acelerada que si no fuera por la fortaleza de la sociedad civil sus instituciones acabarían arruinadas en manos de unos cuantos facciosos. Y facciosas, hay que añadir, ya que en el caso de las elecciones en Madrid y del resultado de las catalanas, el desdoblamiento de género es especialmente pertinente.

Quince años después de la invención de Twitter y 10 de la Primavera Árabe y el Occupy Wall Street, la revolución tecnológica sigue su curso acelerado, pero simultáneamente crecen el desorden y la desigualdad social. La pandemia ha venido a trastocar aún más el panorama, aunque al menos hemos conseguido que se dejen de decir chorradas como que salimos más fuertes, para no hablar de la nueva normalidad. En el caso español, más de 100.000 muertos, cinco millones de parados, un espectacular crecimiento de la deuda pública y unas esperanzas de recuperación cada vez más inciertas no serán fáciles de olvidar para las generaciones venideras, que tendrán que hacerse cargo de la herencia. Esa será su memoria histórica.

Y ahora que hablamos de Madrid no está de más prestar atención a las enseñanzas aparentemente ingenuas del fundador de Twitter: lo que importa de las ciudades no son las calles ni las casas, sino las personas que viven en ellas. Convendría que el poder se interrogara dónde están y qué están haciendo. En el caso de miles de habitantes de la capital de España la respuesta sería simplemente: estoy en la cola del hambre.