Antonio Rivera-El Correo

  • Todavía aprendiz, el expresident no está desprovisto de recursos y su discurso en la frontera entra en el canon del caudillismo de antaño

Escrita en 1896, Ubú Rey es una corrosiva obra teatral del francés Alfred Jarry sobre el poder, la cobardía y la avaricia. En 1981, Albert Boadella estrenó Operación Ubú, aplicando el molde a la naciente democracia española. Con prevención libertaria, intuía el exceso de los nuevos gobernantes y tomaba al popular Jordi Pujol como muestra. Catorce años después, la nueva versión Ubú President ya no era especulación sino denuncia de la apropiación del país por el personaje y su séquito. Luego vino el conocimiento de la verdad, que otra vez convirtió la ficción en una narrativa de segunda. Entremedias, otra variación del original (Los últimos días de Pompeya) informaba de la sucesión de la estirpe (Arturito Mas, Pasqual Maremàgnum y los hijos de Excels Pujol). Estos días estará rumiando la idea de un nuevo libreto dedicado a Ubú Puigdemont, aunque el cofundador de Els Joglars no le otorga un valor esencial para ello: la consciencia de lo que está haciendo.

Pujol se apropió en nada de los aditamentos de un personaje teatral: gesticulación, tics, imposible dicción, arrogancia, paternalismo, astucia, impunidad, perversidad, poder y encarnación de un país, todo contenido en una silueta característica. Pero Puigdemont, todavía aprendiz, no está desprovisto de recursos. Su discurso en la frontera entra en el canon del caudillismo de antaño y hogaño. Por lo que hizo, por lo que dijo y por lo que le acompañó el coro de gentes y expectativas, entra en la galería de momentos para la historia (local), como cuando el olvidado Umberto Bossi declaró la independencia de la Padania en los muelles de Venecia (1996) o él mismo durante ocho segundos en 2017. Como todo hasta ahora en él, puede acabar en épico o en risible, dependerá de la voluble opinión electoral. Es pronto para predicciones.

Sin embargo, como Boadella en 1981 viendo el paño y los primeros gestos, es difícil errar si afirmamos que nada bueno devendrá de su éxito personal; de su fracaso solo resultará un silencio discreto y definitivo. Por coyuntura, contexto y disposición, Puigdemont se inscribe en la galaxia de estos personajes que abundan de nuevo hoy. Habla directamente al pueblo, sin intermediación. Hace lo que le viene en gana, sin sujeción partidaria. Confunde su destino con el de una comunidad plural de ocho millones de personas. Discrimina invisibilizando a la mitad de su ciudadanía. Entiende la política como el chalaneo, prepotencia e ilegalidad que solo permiten una aritmética excepcional. Y mantiene viva una de las novedades políticas más horrendas de los últimos treinta años: el deslenguado, insolidario y contagioso nacionalismo de ricos.

A Puigdemont le podrá ir bien, mal o regular. Cualquier cosa puede pasar y no sería el primer caudillo que le da la vuelta al tablero. Pero una cosa es segura: vista la trayectoria del personaje, su supervivencia solo prolongará la tragicomedia catalana. Y con ella la española.