Eric Pardo Sauvageot-El Correo
Profesor de Relaciones Internacionales Universidad de Deusto
- La UE está muy lejos de poder acordar una autonomía que sustituya a EE UU
Tres años después, se cumple el funesto aniversario de la invasión en toda regla de Ucrania por la Federación Rusa. La guerra prosigue y, si se vislumbran avances, no es ni mucho menos lo que seguramente se esperaba en Europa, tampoco en Ucrania, salvo que llegue el momento en el que la fatiga prevalezca y una derrota acordada resulte liberadora.
Dos momentos recientes demuestran el perturbador nuevo contexto abierto con el retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Hace algo más de una semana se anunció un primer contacto telefónico entre Trump y su contraparte de Rusia, Vladímir Putin, y hace seis días se reunió una delegación estadounidense con otra rusa en Arabia Saudí; en este encuentro estrictamente bilateral no tuvieron sitio ni la UE (o cualquiera de sus miembros) ni Ucrania. El día anterior, Emmanuel Macron había convocado en París a una cumbre informal a Alemania, Dinamarca, España, Holanda, Italia, Polonia y Reino Unido para coordinar una postura común, algo que se vislumbró harto difícil.
Los bandazos e hipérboles de alguien como Trump, que parece subsumir su política exterior dentro del denominador común de la transaccionalidad cortoplacista en la que se difuminan las diferencias entre socio y rival, aliado o enemigo, no permiten diagnósticos fáciles, pero parece que tanto la Unión como Ucrania se asoman a una tenebrosa soledad. En el caso realmente trágico de la segunda, esa soledad puede conllevar un abandono y su derrota frente a Rusia, para quedar al albur de lo que las potencias decidan a sus espaldas sin garantías serias de que una paz humillante no se transforme en el futuro en una nueva agresión.
En el caso de la UE, queda la pregunta de si decidirá dar un paso hacia una verdadera autonomía o proseguirá con el seguidismo de EE UU a pesar de que ello le fuerce a renunciar a sus principios. El diagnóstico es sombrío. Si una verdadera autonomía implica redoblar el esfuerzo en favor de Ucrania frente a la retirada de Washington, no está claro cómo podrá justificar ante su ciudadanía un mayor desembolso para Kiev, congraciarse con la Casa Blanca para evitar su desdén y hasta hostilidad y, al mismo tiempo, contener a Rusia en caso de que decidiese abrir nuevos frentes.
Las visitas a Washington de Emmanuel Macron hoy y de Keir Starmer el jueves aportarán nuevas claves, pero la UE está muy lejos de poder acordar entre sus miembros una autonomía militar que sustituya a Estados Unidos y permita prescindir de la OTAN. La idea misma dará razonable vértigo a quien se la plantee, y lo más probable es que ese vértigo sea apabullante si hablamos de alguno de nuestros gobernantes. Por tanto, me atrevería a sospechar que las principales potencias europeas tratarán de apaciguar a EE UU con compromisos de gasto que permitan ahuyentar amenazas de abandono de la Alianza Atlántica por parte de su ineludible patrón.
Sin embargo, ¿llegarán al extremo de aceptar, además, el despliegue de tropas de paz en caso de que se imponga un acuerdo humillante para Ucrania, amén de tener que sufragar la principal factura de la reconstrucción? Ensombrece el ánimo constatar que en Europa impera desde hace años una subordinación cada vez más insostenible. El apoyo a Kiev ha sido loable, pero nunca quedaron claros los intereses europeos más allá de evitar una futura agresión directa de Moscú en caso de apaciguamiento sobre Ucrania. Es un miedo comprensible a la vista de precedentes históricos como el de la Alemania nazi. La analogía de la cumbre de Múnich ha sido un recurso poco reflexionado para podernos ubicar en el esquema clásico de EE UU como garante de la paz y el proyecto de la UE para asegurar la gobernanza civilizada en nuestro continente. Ese esquema nos pudo haber cegado ante la inconveniencia de expandir nuestro modelo de gobernanza hacia el espacio post-soviético, sin atender a los que posiblemente fuesen intereses limitados (lejos de un imperialismo hitleriano) aunque espurios e ilegítimos (mantener tal territorio como su área de influencia) de Rusia.
Y en la actual tesitura, supone mayor ceguera no haber querido aceptar que EE UU ya no es un socio fiable sino, peor aún, el epicentro de un revisionismo de derecha radical, más cómodo con la reaccionaria Moscú que con la progresista Bruselas. Algo que se vislumbraba no ya desde la primera Administración Trump, sino realmente desde aquella era oscura que también quisimos someter a la amnesia selectiva: la etapa de Bush hijo. Son muchos años en los que preferimos no salir de nuestra zona de confort y, si ahora nos toca pagar las consecuencias, difícil será encarecer nuestras pérdidas ante el abismo en el que Ucrania puede acabar sumergida.