- El objetivo de Putin, nadie lo ignora, es Ucrania. Su obsesión, apenas la disimula, es la desestabilización de una Europa cuyo resplandor democrático ve como una amenaza existencial.
Primera certeza. Ucrania no ha perdido la guerra.
Puede verse obligada, mañana, a una mala paz o, peor aún, a una capitulación. Puede verse forzada, si Estados Unidos termina por abandonarla, a renunciar a los territorios por los que ha consentido tantos sacrificios.
Pero conozco el terreno. Filmé, en marzo y abril, en las zonas de Pokrovsk y Sumy, y, antes, en Bajmut o Chasiv Yar, algunas de las localidades que el Kremlin proclama, mañana y noche, que ha tomado en dura lucha.
Son, cuando las toma realmente, conquistas minúsculas y sin importancia. Y, en la mayoría de los casos, no las toma, sino que se limita a enviar, a la vez que una foto satelital, una unidad motorizada de una decena de hombres que el ejército ucraniano pone en fuga.
No hay una brecha rusa, esa es la verdad. No hay retroceso ni, mucho menos, colapso del ejército de Zelenski. Sus comandantes están agotados, por supuesto, pero menos que los del bando contrario. Y ese 20% de territorio que ocupa hoy Rusia ya estaba bajo su control, en lo esencial, antes del inicio de la invasión a gran escala.
¿Se puede, entonces, dar diplomáticamente a Putin lo que no ha podido tomar militarmente?
¿Es concebible, mientras la línea del frente no ha cambiado prácticamente en tres años y medio, pedir que depongan las armas unos hombres que se han batido con tanta resistencia y heroísmo?
Es el deseo de algunos. Pero sería una novedad en la historia moderna. Y sería una infamia.
Segunda certeza. En Anchorage, en Alaska, había algo de Múnich, pero peor.
En Múnich, en efecto, no se sabía todavía del todo de qué era capaz Hitler. Se tenía una idea, por supuesto. Los más lúcidos de nuestros antepasados habían comprendido que era el nombre de un desastre mundial sin precedentes e inminente.
Pero era 1938 y aún se podía tomarlo al pie de la letra, supongo, cuando pretendía que su apetito de conquista se detendría en los Sudetes, en Checoslovaquia, o, quizás, en Austria.
En 2025, en cambio, todas las cartas están sobre la mesa. Nadie puede ignorar quién es Putin (el jefe de un Estado terrorista) y de qué crímenes ya se ha hecho culpable (tres años y medio de bombardeo incesante de las ciudades ucranianas y de sus civiles).
Y hay que ser ciego, ingenuo o de mala fe para creer un solo instante que la inmensa Rusia (el país más vasto del mundo) haya desencadenado este cataclismo (y, para ella también, devastador) con la sola ambición de apoderarse del minúsculo Donbás (una pequeña parte, apenas, de su superficie total).
El objetivo de guerra de Putin, nadie lo ignora, es Ucrania. Su obsesión, apenas la disimula, es la desestabilización de una Europa cuyo resplandor democrático ve como una amenaza existencial.
Y el combate de su vida, lo dice y lo repite cada año en su discurso en el Club Valdái, el mini Davos ruso, es humillar a una América a la que culpa del colapso, hace treinta y cinco años, de su querida Unión Soviética.
Es a ese hombre al que Trump ha recibido. Es a él a quien ha aplaudido al bajar del avión. Y es por él que soldados estadounidenses, de rodillas, han desplegado la alfombra roja.
Entonces, por supuesto, el ambiente quizás esté cambiando.
¿Gracias a Zelenski, manteniendo su rumbo con una firmeza que obliga, una vez más, a la admiración?
¿A causa de sus aliados, que se han impuesto, con Macron a la cabeza, este lunes 18 de agosto, en la cumbre de Washington, y han mostrado su determinación a tomar por fin en serio la cuestión de su propia defensa?
¿A causa de la volubilidad de Trump?
La Historia lo dirá. Pero una cosa, en cambio, es segura. Hay un hombre que, él, no es versátil, y ciertamente no ha variado. Se llama Vladímir Putin y sólo habrá una forma, durante las negociaciones de las que Trump nos dice que tomarán «una a dos semanas», de hacerlo entrar en el juego cuyas reglas parecen haber sido establecidas por el frente occidental reconstituido.
Habrá que seguir presionando su economía.
Hay que, desde hoy, amenazarlo con beautiful tariffs del tipo de las infligidas a Europa.
Extender las sanciones financieras a sus cómplices y socios, como China y Corea del Norte.
Poner en marcha los bills y acts de apoyo a Ucrania y a su ejército votados, a principios del verano, por las dos Cámaras.
O recordarle que el acuerdo sobre las tierras raras que él mismo, Trump, firmó con Kiev hace de la seguridad de Ucrania una cuestión de seguridad nacional estadounidense.
Negociar la paz es magnífico. Pero no olvidemos que la Rusia putiniana solo entiende las demostraciones de fuerza. Esa será la clave. Peace through strength. Era la fórmula de Ronald Reagan.
La geopolítica estadounidense y, más allá, la del mundo libre, no han encontrado nada mejor para asegurar la defensa de sus pueblos y la de sus valores.