ROBERTO R. ARAMAYO-EL CORREO

  • Putin echa de menos a su amigo Trump y hará todo lo posible para que vuelva

«Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución o el gobierno de otro» (Immanuel Kant, ‘Hacia la paz perpetua’)

Immanuel Kant es conocido como el filósofo de Königsberg por haber nacido en esa ciudad cuando era capital de la Prusia Oriental. Desde luego, sigue llamándose así en la historia del pensamiento e integra el atlas eidético de nuestro acervo cultural. Sin embargo, no sucede otro tanto con los mapas políticos. En la Segunda Guerra Mundial Königsberg quedó completamente arrasada y fue rebautizada como Kaliningrado en honor de quien presidió el Sóviet Supremo desde 1938 a 1946.

No hace mucho fue noticia que se buscaba nombre para el aeropuerto de la ciudad y un general explicó que no podía ser Kant por su falta de patriotismo, además de haber escrito unas obras que casi nadie puede llegar a comprender, según su autorizada y documentada opinión. En realidad Kant habría tomado lo primero como algo halagador al haber propugnado una confederación de pueblos presididos por un espíritu cosmopolita para evitar la formación de un Estado con proporciones gigantescas, al que le podría tentar muy fácilmente invadir a sus vecinos menos poderosos.

Los revolucionarios franceses apreciaron sobremanera el escrito kantiano titulado ‘Hacia la paz perpetua’ y Kant jamás ocultó sus simpatías hacia ese proceso revolucionario por el significado histórico que le otorgó. Por otro lado, en la época soviética se le consideró un precursor de Marx, pero ahora Rusia parece profesarle un enorme desprecio, al menos desde sus jerarquías militares y políticas. El sempiterno presidente de la Federación rusa prefiere promover el culto a Stalin, recordado como el artífice de la victoria contra Hitler y no como el artífice de crímenes contra la Humanidad o aliado inicial del nazismo en la invasión de Polonia.

Cuesta creer que ahora mismo nos encontramos ante un dilema similar al del Pacto de Múnich o evoquemos la crisis generada por los misiles cubanos. La Conferencia de 1938 fue la última concesión diplomática que se otorgó al pangermanismo hitleriano, pero esa humillación de las potencias europeas no conjuró las ansias expansionistas del Tercer Reich. En 1962 Kennedy negoció con Kruschev la retirada de los misiles instalados en Cuba, sin que se sepa cuáles fueron las contraprestaciones del acuerdo.

Al caer el Muro de Berlín, la Unión Europea integró a muchos antiguos miembros del Pacto de Varsovia y esto ensanchó las lindes de la OTAN. Por aquel entonces a Yeltsin solo le preocupaba ocupar la silla de Gorbachov y Putin bastante ha tenido con transformar el paraíso comunista en un oasis para multimillonarios que no lleven la contraria. Echa de menos a su amigo Trump y hará de nuevo todo lo posible para que retorne a la Casa Blanca, como por ejemplo desprestigiar a Biden en la esfera internacional aprovechando su distanciamiento del ámbito europeo.

El tablero mundial es más complejo. EE UU tiene que poner un ojo en China y eso hace que la Unión Europea vea mermada su fortaleza contra el gigante ruso. La diplomacia, la distensión y la desescalada no parecen estar dando buenos resultados, como testimonia que algunas embajadas muy señeras de Kiev evacuen a su personal. Quedaría la disuasión y las amenazas de sanciones económicas. Falta saber si esas medidas pueden refrenar al excoronel de la KGB que se quiere inmortalizar en el ejercicio del poder y lo ejercita con el despotismo propio de los zares.

A comienzos del siglo XX Hannah Arendt se crió en Königsberg, de donde procedía su familia. El ambiente kantiano le hizo estudiar en Marburgo. En cambio, la exmujer de Vladímir Putin ya nació en Kaliningrado. Estamos ante todo un símbolo. La ciudad portuaria y su mundialmente célebre universidad han quedado eclipsadas por un enclave militar con una base de submarinos de gran valor geoestratégico.

Ojalá pudiéramos celebrar el tricentenario del nacimiento de Kant en 2024 sin sobresaltos bélicos. Eso significaría que Königsberg se habría sobrepuesto al síndrome de Kaliningrado. Quizá sea ese nuestro auténtico dilema: el de apostar por la cultura o las armas, por decirlo con trazo grueso.

Restaurar el Estado de bienestar tras la pandemia debería ser nuestro horizonte, para dar ejemplo al mundo de que las cosas pueden tomar otro rumbo y que nuestra bandera debería ser la de luchar contra las desigualdades para favorecer una genuina libertad. Entre tantos colosos bien pertrechados podríamos cargar nuestras hondas con bienes culturales y materiales para esparcirlos como vacunas contra un militarismo trasnochado.