JAVIER SOLANA-EL PAÍS

  • La política exterior y de seguridad común de los Veintisiete dispone, al contrario de lo que sucedía hace 30 años, de todos los elementos para ser eficaz. Ahora lo que tienen que conseguir es ejecutarla

Ninguna región del mundo posee un sistema de seguridad como el europeo, dotado de un complejo entramado de tratados, reglas e instituciones. Sin embargo, la sofisticación del sistema de seguridad europeo no puede llevarnos a concluir que se trate de una obra finalizada, sino una en constante revisión.

La seguridad en Europa se ha construido a lo largo de varias décadas de forma gradual. Las bases del sistema de seguridad europeo se asentaron con la Conferencia de Yalta de 1945, donde el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el líder soviético Josef Stalin dividieron Europa en esferas de influencia, garantizando al concierto europeo una cierta estabilidad y previsibilidad. Tres décadas más tarde, en 1975, la Conferencia de Helsinki sentó las bases de un periodo de distensión en la Guerra Fría, y en los años noventa, la Conferencia se institucionalizó con la fundación de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). Estos acuerdos fueron de gran trascendencia para la seguridad en Europa, pero no la eximirían de retos futuros.

Con la caída del bloque soviético a finales del siglo pasado, la seguridad europea se tambaleó. El último presidente de la Unión Soviética (URSS), Mijaíl Gorbachov, era consciente de los cambios a los que se enfrentaba Rusia: “Vivimos en un mundo nuevo”, declaró en el discurso que disolvía la URSS de forma oficial la noche del 25 de diciembre de 1991. Entre 1989 y 1991, Moscú perdería el control sobre una extensión de territorio mayor que la Unión Europea.

En ese mundo nuevo del que hablaba Gorbachov, Ucrania seguiría siendo, para muchos líderes rusos, parte fundamental de la identidad nacional rusa. El entonces ministro de Asuntos Exteriores ruso Yevgueni Primakov, con quien negocié, como secretario general de la OTAN, el acuerdo que permitió la primera ampliación de la Alianza Atlántica tras el final de la Guerra Fría, y cuya mujer era ucrania, me decía con frecuencia: “Ukraine is in my heart”. Tras la firma del Acta Fundacional entre Rusia y la Alianza Atlántica en 1997, tuvo lugar la Cumbre de la OTAN en Madrid. En esta misma cumbre, en la que se invitó a formar parte de la Alianza a tres países (Hungría, Polonia y la República Checa), tendría lugar la primera reunión OTAN-Ucrania, que formalizó la relación diferenciada con Ucrania a través de la firma de la Carta de Relación Especial. La exrepública soviética no pasaría a formar parte de la OTAN, pero se posicionaba como un interlocutor de privilegio con Occidente. Ucrania es clave también para la seguridad en Europa. El día del atentado del 11 de septiembre de 2001, me encontraba en Crimea en una cumbre de la Unión Europea con el entonces presidente ucranio Leonid Kuchma. Con esa trágica noticia, Europa y el mundo se volcaron en solidaridad con Nueva York, pero seguiríamos mirando hacia Ucrania.