EL CORREO 14/05/13
DANIEL REBOREDO, Historiador
El auge nacionalista en el seno de la UE solo se explica parcialmente por la crisis de la idea o de la realidad europea
Una nueva realidad se abre paso peligrosamente en el continente europeo desde la prolongación, y metamorfosis, de la crisis nacida en EE UU en el año 2007, que inicialmente afectó al sistema bancario y a las instituciones financieras privadas y que más tarde se transformó en una crisis económica, política y social, tal y como actualmente la conocemos y padecemos. Y esa realidad no es otra que el incremento de movimientos nacionalistas que tienen como bandera el debilitamiento, cuando no la destrucción, de la construcción europea. La situación que vivimos beneficia a los nacionalismos. Les resulta mucho más fácil, a causa de las dificultades de Europa y de sus países miembros, invocar la defensa de los intereses nacionales contra los tecnócratas de Bruselas, sus normativas y su incapacidad de reactivar el crecimiento y garantizar el empleo. Los tiempos de crisis otorgan una cierta lógica al hecho de pedir la salida del euro para el propio país, en cuestionar la construcción europea, en repudiar la inmigración, en hacer ostentación de la identidad nacional y en rechazar todo lo que dé la sensación de socavar la cohesión y la homogeneidad de la nación (la diversidad, el multiculturalismo). Poco importa que los programas económicos sean escasamente realistas, el truco radica en satisfacer las pulsiones nacionalistas y en agregar a los argumentos económicos el discurso del miedo, del odio y del resentimiento.
Y en esas estamos cuando irrumpe en el drama europeo un nuevo actor (realmente no lo es aunque su mayor protagonismo sí), el Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP) que en las recientes elecciones municipales consiguió un 15% de los sufragios. Fundado en 1993 por Alan Sked y otros miembros de la Liga Antifederalista y del ala escéptica del Partido Conservador, hace gala de su euroescepticismo, de la defensa de los valores tradicionales y de su rechazo a la inmigración y, en su momento, nació oponiéndose al Tratado de Maastricht y la adopción del euro. Ya en 1997 obtuvo tres eurodiputados en las europeas, Michael Holmes, Jeffrey Titford y su actual líder desde 2010, Nigel Farage, que, obviamente, no trabajaron por los intereses comunitarios. David Cameron tiene un problema con los eurofóbicos de Farage, que ha ampliado las expectativas de su grupo gracias a una mezcla de ideología conservadora y liberal, a unas altas dosis de populismo excluyente y a una crisis económica que ha empobrecido a muchos británicos y que ha llevado a otros muchos a la indigencia y al hambre aunque esto no se recoja en la prensa internacional (el número de personas que recibe ayuda alimentaria de la fundación británica Trussell Trust se ha quintuplicado desde 2010 y llega ya a 346.992 personas que no tienen nada, la tercera parte niños). Los años de coalición conservadora-liberal demócrata y sus duros planes de ajuste han menguado drásticamente el nivel de vida. El presupuesto anunciado por George Osborne, a finales de abril, prolonga esta política desastrosa con nuevos recortes presupuestarios que hunden más al país tal y como muestra la revisión de las previsiones de crecimiento dadas por la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (tasa de crecimiento del 0,6% en lugar del 1,2% inicialmente previsto).
La desesperación que esta situación conlleva es un inmejorable caldo de cultivo para partidos como el UKIP, ya que la crisis favorece el progreso de las ideologías de una sociedad cerrada y el antieuropeísmo de los nacionalistas en el seno de la Unión. Si a ello añadimos que Gran Bretaña se ha mostrado siempre reacia a Europa, lo que refleja no sólo su historia sino también una visión diferente de la UE, y que para los británicos la dimensión económica ha sido siempre más importante que los objetivos políticos que eran de suma importancia para los líderes de la posguerra en Alemania y Francia, para quienes la paz era un objetivo esencial, podemos entender con más claridad la situación actual. Su postura, que recuerda a la de Churchill, es la de apelar a una mayor integración fiscal y política, a la unión bancaria y al liderazgo político, pero sin su participación.
El auge de los nacionalismos en Europa sólo se explica parcialmente por la crisis de la idea o de la realidad europea y debe mucho a otros principios, distintos de los directamente europeos. En este sentido es imprescindible recordar que el paradigma del nacionalismo xenófobo, racista e islamófobo es Suiza, país que no forma parte de la Unión. Recordemos, asimismo, que los principales nacionalismos en Europa se pueden agrupar en dos bloques; el primero integra a los que funcionan a escala del Estado-nación, obtienen buenos resultados en las elecciones y cuentan con representantes en el Parlamento europeo (Frente Nacional francés, Partido Austríaco por la Libertad, Jobbik húngaro, Partido del Pueblo Danés, Partido de la Libertad de los Países Bajos, los Verdaderos Finlandeses, UKIP británico, etc.); el segundo incluye a aquellos que cuestionan el que la nación que representan forme parte de un Estado mayor, solicitan más autonomía o la independencia, pretenden dotar a su nación de las atribuciones de un Estado y son un mayor desafío para éste que para una Unión de la que se proclaman parte (nacionalismos escocés, catalán y vasco, flamenco, etc.).
La Unión puede resistir el embate de ambas tendencias mediante una reactivación política frente a la crisis económica actual e impulsando fórmulas que combinen rigor presupuestario y retorno al crecimiento. No sabemos cuál será el desenlace de la crisis europea actual, pero es poco probable que sea una prolongación del statu quo. O conseguimos más Europa, en la forma del algún tipo de unión política, o menos Europa, con una desintegración de la eurozona. Cualquiera de los escenarios tendrá implicaciones para la política de las naciones sin Estado, las regiones y el nacionalismo.