ARCADI ESPADA-EL MUNDO

A las siete y dos minutos el juez Marchena dijo:

–Muchísimas gracias a todos. Visto para sentencia. Abandonen la sala, por favor.

Como procede, él pronunció la última palabra. Antes cada uno de los acusados había pronunciado la suya. Ninguno pidió perdón ni gracia. La mayoría dejó ver que volvería a hacerlo. Casi todos trataron de intimidar políticamente al Tribunal urgiéndole a que contribuyera, con su sentencia, a la solución del conflicto, esas dos palabras que apestan. Un harakiri jurídico –el abogado, Melero, miraba al cielo preguntándose en qué remota galaxia orbitarían ciegos sus esfuerzos después de semejante patadón– pero un documento inapreciable para responder a lo que Vila se preguntaba con tanto agobio e impostura en su alegato: «¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí?». Gracias a estos hombres, sin duda alguna. A su irresistible mediocridad, a su sostenida práctica de la mentira, a su fanático abandono de lo real.

También es mi última palabra, comprenderán.

Empezó Junqueras. Nadie podrá creerlo, pero yo estaba cuando anunció su compromiso irrenunciable con la bondad y la dignidad humanas. Hay un ejercicio muy útil a hacer con este tipo de hombres. Volver sus frases del revés para ver en qué quedan. Su compromiso irrenunciable con la maldad y la indignidad humanas. Una vez más hubo que oírse de una boca, y fue su boca, la necesidad de «devolver a la política» el caso. Cuando la raíz del Proceso consistió, desde el primer momento, en expulsar a la política, excepto en lo que la política tiene de crimen. ¿Cómo es posible que gentes que incumplieron sistemáticamente la ley sin otra negociación o pacto previo que los derivados del chantaje –visibles desde el primer acto, cuando Mas le dijo a Rajoy en 2013 que pacto fiscal o independencia– puedan exigir hoy que se devuelva la cuestión a la política? No me cansarán. Tienen razón y la democracia habría de dársela y los melifluos medios habrían de dársela. Son presos políticos. La política también sirve al mal y ellos son el estridente ejemplo.

Iban pasando las palabras. Su mejor atributo es que eran últimas.

El turno le llegó a Sócrates. Su primera palabra fue una cita de Sánchez: «Es mejor sufrir una injusticia que cometerla». Me acordaba de Melero y su ad Hitlerum. Cuando uno cita a Sócrates en un juicio tiene grandes probabilidades de salir convertido en Don Cicuta. Pero no fue lo peor lo grotesco. Lo peor, y lo que quedará como queda de un tiempo un crimen, fue esta frase: «En Cataluña hay mayor capital social que hace unos años, mayor confianza interpersonal». Las últimas palabras cuentan para el Tribunal. No solo desde un punto de vista psicológico, sino literal: pueden incluirse en las sentencias. Es posible que la sentencia pueda usar esa frase para atenuar la culpa. Solo un enajenado es capaz de decir que en la Cataluña fracturada del Proceso hay mayor confianza entre las personas. Ojalá le sirva esa basura reciclada. Pero en la frase hay algo más que enfermedad. Traza el marco mental de los que lo hicieron. Su foc de camp. La hoguera que encendieron para que no se acercaran los bichos. Enajenarse es apartarse del otro, de lo ajeno, dictaminando quién lo sea, y eso es lo que hicieron.

Pasaron más palabras. Una pobre llegó a decir que había sido un Proceso contra Catalunya. La gente no lee. Pasó la de Cuixart. Fue el testimonio más conmovedor, porque denunció de una manera profunda y desgarrada la dureza de la cárcel, diciendo, como ya dijo el primer día, que estaba a gusto y no quería salir.

Pasó el último y Marchena levantó.

Nunca como en estos cuatro meses exactos la democracia española y su Estado de Derecho han sido más sostenidamente calumniados. Nunca, jamás. No ha habido una circunstancia española comparable. Las calumnias de los nacionalistas asesinos vascos se disolvían rápidamente en la sangre. Cuando te calumnia un asesino, tienes mucho ganado. Otra cosa son las calumnias de la buena gente. Las calumnias catalanas (a ver si voy a ser el único en no poder tomarme la parte por el todo) aspiran a una férrea voluntad de permanencia. Y las sellan gestos inolvidables como el del presidente del Gobierno de España dándole una mano y una cita a ciegas al principal de entre los calumniadores presos. Las calumnias, fijadas y difundidas mediante un insólito proceso de transparencia, han tenido gran audiencia. España es un toro, revelación. Aguanta firme. El curso de su jodida suerte supone el principal espectáculo de los españoles. La fiesta agoniza, dicen los vainas.