Ignacio Camacho-ABC
- Juan Carlos y sus hijas han de entender que en este momento su única prioridad aceptable se llama Felipe VI
Los primeros españoles en vacunarse debieron ser el Rey, la familia real (Reina, Princesa de Asturias e Infanta Sofía) y el presidente del Gobierno. Además de para dar ejemplo, porque una eventual desgracia provocaría en el primer caso una crisis sucesoria con repercusiones constitucionales, y en el segundo un vacío de poder con la complicación de una nueva investidura. Sin embargo imperó la pulsión populista y la demagogia igualitaria sustituyó a la previsión lógica. A partir de ahí, el orden decidido por Sanidad obliga a todos y nadie tiene coartada para saltarse el protocolo. Hacerlo fuera de España, como las infantas Elena y Cristina, es un comportamiento legalmente dudoso, éticamente reprobable y políticamente muy desacertado que sitúa en posición (más) delicada a la Corona y desdeña el compromiso de ejemplaridad inherente a sus vigentes derechos dinásticos. Aunque ya no ejerzan un papel institucional, por decisión expresa de su hermano, continúan disfrutando de un rango de privilegio sometido a cláusulas de exigencia a cuyo conocimiento no pueden mostrarse ajenas. Disponen del suficiente criterio y experiencia para saber que no son dos ciudadanas cualesquiera y que la opinión pública aplica a la monarquía un estricto escrutinio incompatible con el ventajismo o la sospecha. Como Isabel II hizo saber a los duques de Sussex, la realeza está sometida a unos deberes y unas reglas. Hay que elegir: o dentro o fuera.
Los mismos principios rigen para Don Juan Carlos, que sí conoce bien las responsabilidades del ‘oficio’. Por incólumes que permanezcan sus derechos, por incómodo que se encuentre en esa especie de exilio a la que fue empujado sin juicio, a lo largo de su vida ha demostrado suficiente instinto para identificar con precisión las condiciones ambientales de cada clima político. Si conserva siquiera una parte de ese sentido intuitivo será consciente de que no es hora de pensar en sí mismo y de que aún le queda por prestar a la nación y al Estado un último servicio, que consiste en no crearle más problemas a su hijo. Y con su impaciencia se los está produciendo a más velocidad de la que el heredero necesita para resolverlos. El Emérito ha de ponderar la importancia del manejo de los tiempos y aceptar que si su salida fue un error -forzado por la presión del Gobierno- también es desaconsejable ahora una precipitación en su regreso. Al menos hasta que Hacienda verifique su regularización, concluyan las pesquisas de la Fiscalía del Supremo y pueda volver con sus problemas legales resueltos aunque ya no vaya a cambiar el veredicto moral sobre sus gatuperios financieros. De las Infantas quizá no, pero de un gigante histórico como él cabe esperar que se dé cuenta del riesgo en que su conducta pone a una Corona sometida a cerco. Y que sea capaz de entender que en este momento su única prioridad aceptable se llama Felipe VI.