No me refiero al marcador de un encuentro ni al resultado de un set de tenis jugado hace años (ahora ese tanteo ya no es posible), sino a un 11 de septiembre que nadie conmemora y que en 1695 sacudió las relaciones económicas internacionales; propició un mercado mundial con nuevas organizaciones.
La Corona británica, que con el pago de una cuota daba patentes de corso para saquear barcos, impuso hacia 1640 la etiqueta ‘enemigos de la humanidad’ en el Derecho internacional. Fue una medida necesaria e hipócrita que daba justificación para juzgar crímenes cometidos al otro lado del mundo, como los raptos de personas y su venta como esclavos; una práctica habitual de los piratas berberiscos. Por lo demás, las canciones trataban a los corsarios como a héroes.
En enero de 1694, el joven pirata Henry Every (25 años de edad), alistado en un barco corsario con una tripulación sometida a terribles condiciones alimentarias y de higiene, se amotinó y se hizo con el mando. Dos años después logró dar un golpe asombroso: hacerse con el buque insignia del emperador del Gran Mogol, Estado islámico del subcontinente indio, que transportaba por el Índico una fortuna de unos veinte millones de euros. Every raptó a una nieta del emperador y nunca más se supo de ellos.
Cada uno con su botín, los piratas se separaron y corrieron diversa suerte. Pero, al ir contra los intereses de la Corona y de la Compañía de las Indias Orientales, habían roto el pacto establecido que siempre ocultó sus crímenes. Y se impuso el interés de castigarlos para que el comercio del mundo prosiguiera. Hoy aquella doble moral perdura y es aplicada en diferentes pirateos.