JAVIER SOLANA-EL PAÍS

  • La salud política de EE UU es fundamental para la estabilidad global y su posible ocaso, como advirtió Lincoln, no vendrá como consecuencia de una amenaza externa sino por disfunciones internas

“¿En qué momento, pues, cabe esperar la llegada del peligro? Respondo que, si alguna vez nos llega, surgirá de entre nosotros. No puede venir del exterior. Si la destrucción es nuestra suerte, nosotros mismos seremos su autor y su finalizador”. Así vaticinaba Abraham Lincoln, en su célebre discurso de 1838 titulado La perpetuación de nuestras instituciones políticas, que, en caso de darse, el ocaso de Estados Unidos no vendría como consecuencia de una amenaza del exterior, sino por disfunciones internas.

En momentos de gravedad histórica, las inquietudes de los grandes líderes estadounidenses suelen impregnar la retórica de la política de EE UU. Tras meses de preparación, Joe Biden expresó la misma preocupación por la democracia estadounidense en un reciente y mediático discurso en el Independence Hall de Filadelfia, el lugar donde se debatió y adoptó la Declaración de Independencia en 1776. El título del discurso —La batalla continua por el alma de la nación— no engaña en cuanto al momento histórico por el que atraviesa la sociedad estadounidense.

La salud política de la primera potencia mundial es fundamental para la estabilidad global. En este sentido, tampoco hay que remontarse muy atrás en el tiempo para darse cuenta de que lo que pasa en la política interna de Estados Unidos —para bien y para mal— acaba condicionando en gran medida la estabilidad internacional en su conjunto. Dicho en los términos más claros posibles, ninguno de los grandes problemas globales a los que nos enfrentamos podrán ser abordados en las organizaciones multilaterales de manera eficaz sin la estabilidad política de EE UU.

La primera vez que pisé suelo estadounidense fue en 1965, durante la presidencia de Lyndon B. Johnson, y lo hacía con una beca Fulbright. Permanecí ahí durante cinco años. Me encontré con un país en ebullición que estaba sumido en la guerra de Vietnam, sus consecuencias domésticas y el movimiento por la extensión de derechos civiles a la población afroamericana.

Hoy, la sociedad estadounidense está atravesando una situación preocupante, pero cualitativamente distinta a la de los años sesenta. Si bien la conflictividad social que definió aquella década en Estados Unidos giraba en torno a injusticias inasumibles para una sociedad moderna, no ponían en entredicho a las instituciones fundacionales de la república estadounidense. Ahora, el problema existencial ante el cual se encuentra la sociedad estadounidense se puede resumir en la falta de legitimidad de sus principales instituciones democráticas, y, entre ellas, de su sistema electoral. En otras palabras, en 1965, nadie cuestionaba el hecho de que Johnson era el presidente de EE UU.

Sesenta años después de esa década crucial de la Guerra Fría, nos encontramos ante un mundo incierto y fragmentado. Tras una pandemia global de la cual todavía no nos hemos recuperado, el mundo sufre las consecuencias económicas y sociales de una guerra en suelo europeo, con la que tampoco contábamos. Para agravar la situación, las instituciones multilaterales creadas para gestionar la globalización, sus oportunidades y sus riesgos, se están viendo superadas por la creciente división del mundo en bloques geopolíticos y el peligro de un decoupling —desacoplamiento— entre sus dos principales potencias.

Después de la declaración conjunta de Xi Jinping y Vladímir Putin en la víspera de los Juegos Olímpicos de Invierno en Pekín, en la que declaraban tener una “amistad sin límites”, era de esperar que China no condenaría la invasión rusa de Ucrania. Sin embargo, sorprendió que un número de países equivalente a la mitad de la población mundial no condenara la invasión rusa de Ucrania en la Asamblea General de las Naciones Unidas. En Occidente, alguna lección deberíamos sacar de ello.

EE UU se enfrenta a un periodo electoral determinante para sus propios ciudadanos y para el mundo. A pocas semanas de las elecciones legislativas de mitad de mandato (midterms), los estadounidenses y el mundo se están jugando mucho. Sobre todo, porque uno de los partidos que ha sustentado la democracia estadounidense ha sucumbido a la deriva populista de Donald Trump. De todos los candidatos que recibieron el apoyo del expresidente (208 concretamente), el 95% ha ganado en las primarias republicanas para las elecciones a la Cámara de Representantes y el Senado.

Resulta preocupante que el trumpismo se convierta en un elemento permanente de la política estadounidense, dado el grado de poder político que ha podido acumular en los últimos años. El trumpismo no hubiese podido consolidarse sin el éxito previo del Partido Republicano al hacerse con el control de los centros de poder político más accesibles durante una época de declive electoral para el conservadurismo estadounidense. Tras la victoria electoral del demócrata Barack Obama en 2008 el Partido Republicano cambió el color político de 13 Cámaras bajas estatales en 2010, mientras los demócratas estaban concentrados en llevar a cabo su agenda doméstica e internacional en Washington.

Como consecuencia de su dominio sobre las Cámaras legislativas de los Estados, el Partido Republicano ha sido capaz de cambiar el dibujo del mapa electoral estadounidense a su favor —que afecta a las elecciones a nivel federal o nacional— por medio de la manipulación de las circunscripciones electorales en su propio beneficio, un proceso conocido como gerrymandering.

Aunque Trump haya conseguido cooptar en gran medida al Partido Republicano, el trumpismo no siempre tiene todas las de ganar. Incluso en Estados indiscutiblemente republicanos, el populismo puede ser derrotado, como hemos visto con el reciente triunfo de la candidata demócrata Mary Peltola frente a Sarah Palin en las elecciones al escaño del Estado de Alaska en la Cámara de los Representantes. Para el calendario electoral que se viene, el presidente Joe Biden tiene la tarea histórica de unir a demócratas y a republicanos moderados en un frente común.

A veces, construir mayorías democráticas no es suficiente para preservar la democracia. Por suerte, una de las fortalezas del sistema democrático es su arquitectura institucional, que separa al poder del Estado en ramas —ejecutivo, legislativo y judicial— para evitar los abusos en los que pueda incurrir cada una de estas ramas. Más allá del contenido de las decisiones del Tribunal Supremo de EE UU, la legitimidad del poder judicial estadounidense está siendo cuestionada. Lejos de ser un fenómeno exclusivamente estadounidense, si los jueces son vistos como políticos, la legitimidad de los tribunales que sostienen el Estado de Derecho solo puede disminuir, como apuntaba el último juez del Tribunal Supremo en dejar su cargo, Stephan Breyer.

La Historia, y sus estudiosos, son fuentes de un valor incalculables para analizar la coyuntura actual y estar en las mejores condiciones para gestionarla. Hace unas semanas, el presidente Biden decidió convocar a la Casa Blanca a un grupo de historiadores de las universidades más prestigiosas del país para analizar la actual situación por la que atraviesa la sociedad americana. El mensaje principal de esa reunión fue rotundo: la polarización política está llevando a la democracia estadounidense al borde del colapso.

En 1863, Abraham Lincoln empezaba su discurso con una pregunta y una respuesta rotunda sobre el futuro de la democracia estadounidense. Hoy, las palabras de Lincoln sobre los peligros a los que se enfrenta la sociedad estadounidense son de una triste relevancia, para los propios estadounidenses y para la estabilidad internacional.