Editorial en EL CORREO, 30/7/2011
Estos comicios son una oportunidad para abrir una nueva etapa que vuelva a reconectar con la moderación y los consensos de la transición política. En esta línea, la simbólica fecha del 20-N, pese a los pronunciamientos excesivos de uno y otro signo, debe ser expresión de una plena normalidad democrática.
De acuerdo con la Constitución española, la decisión más libre de un presidente del Gobierno es fijar cuándo se disuelven las Cortes y se convocan elecciones. No tiene por qué justificarla y en situaciones de normalidad solo a él le corresponde dar este paso, eligiendo el momento que estime más oportuno. En el caso de Zapatero, su opción libérrima se había convertido en urgente y necesaria. El duro varapalo del 22-M ya reflejó en las urnas de forma rotunda y diáfana la pérdida de confianza en su liderazgo y la exigencia social de un adelanto electoral. Finalmente, la complicada situación de la deuda española ha sido el contexto determinante para el anuncio de ayer, además de los deseos del candidato Rubalcaba de medirse con Rajoy antes de que se pueda deteriorar aún más la economía. De este modo, en las pocas semanas que quedan de trabajo legislativo en septiembre, no se tramitará un nuevo presupuesto para 2012 y más de una docena de leyes presentadas en el Parlamento decaerán. El presidente Zapatero deja un legado de casi ocho años de Gobierno en el que se mezclan un programa de izquierdas en materia de derechos sociales y de igualdad, por lo menos hasta que llegó la tormenta financiera, su resistencia a reconocer una de las peores crisis económicas de la historia y, una vez asumida la gravedad de la situación, numerosas improvisaciones con reformas a medias. En paralelo se han ido produciendo otros capítulos negativos como el profundo deterioro del sistema autonómico y el claro retroceso de la reputación de España en el plano europeo e internacional.