Urkullu no tenía alternativas. Ibarretxe ha definido los tiempos y las estrategias de manera que su partido no tuviera otro remedio que seguirle. Además, en el peor de los casos, si pierde Ibarretxe, pierde con él todo el partido, desde el EBB hasta las bases. El señor (lehendakari) nos lo dio, el señor (Ibarretxe) nos lo quitó; bendito sea su santo nombre.
Quedan seis meses para las elecciones autonómicas y el PNV afronta la recta final de la carrera con un caballo desfondado. ¿Qué hacer? Era tarde para casi todo. El partido se había dejado llevar por Ibarretxe durante demasiado tiempo con un doble registro: expresando disidencias por lo bajo e inquebrantables lealtades en voz alta.
La tradicional bicefalia partido-Gobierno se acabó con el fracaso de Lizarra, que estuvo a punto de costarle al PNV las elecciones autonómicas de 2001. Sus dirigentes habían descontado la derrota; el propio Xabier Arzalluz la admitió como segura el 11 de mayo de aquel año, durante su intervención en el mitin de cierre de campaña.
Contra el desánimo de los dirigentes peneuvistas, el lehendakari tiró del carro y obtuvo los mejores resultados electorales de la Historia. A partir de entonces, Juan Josué fue el guía encargado de conducir al pueblo elegido, fracaso tras fracaso, hasta la tierra prometida del soberanismo. He aquí algunos hitos: el plan que llevaba su nombre, la presentación de una denuncia ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos contra la Ley de Partidos en septiembre de 2003 (Estrasburgo no la admitió a trámite), la decisión de incluir a portavoces de un partido ilegal en la ronda de conversaciones para formar Gobierno en 2005, como si fueran representantes legítimos de los ciudadanos y, finalmente, la ensimismada obstinación de la consulta, seguida por un nuevo fracaso y otra huida hacia Estrasburgo que vuelve a quedarse en nada, apenas una carta con firmas a quien pueda interesar. Lo último parece que es una cadeneta humana entre Guernica y Vitoria, otra hazaña melancólica para quien no distingue sus ensoñaciones de los hechos.
Pero el partido le ha seguido en todas ellas y ahora, cuando las encuestas dan probabilidades al líder de los socialistas, Patxi López, y los grandes empresarios vascos se retratan con éste en una foto que nadie había conseguido antes, se oye un poco de crujir de dientes y los burukides se miran espantados en la experiencia de sus primos convergentes: ¡tenemos a tanta gente empleada en esto!
Era tarde para maniobrar y Urkullu debió de darse cuenta al ver la sintonía de las bases con el líder en su medio natural, la campa. Contento debió quedar salvando el cargo. Sus dos antecesores más inmediatos fueron liquidados (políticamente, se entiende) por Ibarretxe a la vista del respetable en sendos días como el de ayer: Arzalluz en el de 2003 debía de musitar por lo bajo: «Tu quoque, fili?» ante aquel Bruto sin otras armas que un abrazo y un «Xabier, te queremos; agur», letales ambos. Con otro abrazo se deshizo de Josu Jon Imaz en la misma campa, hace justo un año.
Urkullu no tenía alternativas. Ibarretxe ha definido los tiempos y las estrategias de manera que su partido no tuviera otro remedio que seguirle. No queda tiempo para inventarse otro candidato, por ahora inexistente, y tratar de inventárselo podría ser peor. Mientras Ibarretxe tiene posibilidades de ganar, el alternativo no tendría ninguna. Ni siquiera podría llamar a la unidad de los nacionalistas, algo que viene siendo la marca de este lehendakari casi desde su primera investidura.
Por otra parte, en el peor de los casos, si pierde Ibarretxe, pierde con él todo el partido, desde el EBB hasta las bases, pasando por cargos institucionales y cuadros de medio pelo. El señor (lehendakari) nos lo dio, el señor (Ibarretxe) nos lo quitó; bendito sea su santo nombre. Ahora imaginen a quién culparían de la derrota, y en qué términos, si Urkullu hubiera podido imponer como candidato alternativo a alguien medianamente razonable.
Santiago González, EL MUNDO, 29/9/2008