EL MUNDO – 10/06/15
· Los yihadistas han convertido Mosul en el epicentro iraquí de su régimen de terror Basan su poder en el control de la población con brutales castigos y una lista de prohibiciones que no deja de crecer.
Antes de convertirse en la plaza de las ejecuciones, Bab el Tub solía ser un lugar donde pasear o compartir conversaciones. Un jardín plantado en el corazón de Mosul, la segunda ciudad de Irak a la que sus vecinos llaman «la perla del norte» con evidente orgullo. Hace hoy justo un año su caída en manos del Estado Islámico imprimió una huella atroz en este rincón de Mosul, transfigurado en el epicentro de un régimen que –bajo un eficaz uso de la propaganda– ha consolidado su poder a golpe de brutales castigos, limpieza étnica, férreo control de la moral pública y una lista de prohibiciones que nunca deja de crecer. «En Bab el Tub he visto con mis propios ojos cómo cortaban las manos de unos ladrones y arrojaban a unos homosexuales desde la azotea de los edificios más altos», cuenta vía telefónica a EL MUNDO Farras al Hamadani, un periodista que resiste en Mosul.
El 10 de junio de 2014 unos cientos de yihadistas asaltaron la urbe a bordo de varias decenas de pick-ups. Los 30.000 policías y soldados iraquíes encargados de custodiarla, entrenados por los estadounidenses, huyeron sin librar batalla regalando a los barbudos un cotizado arsenal de Humvees y tanques Abrams. Hayi Ibrahim no ha olvidado el éxodo de civiles que desató aquella infame estampida. Ahora vive en Mosul un millón de personas, la mitad que hace un año. «Lo recuerdo a diario porque fui uno de los vecinos que escapó con lo puesto. Crecí en Mosul y echo de menos las charlas con los colegas; las caminatas por la orilla del Tigris o las visitas a los cafés», arguye este empresario de 44 años. Desde entonces, reside en la ciudad de Dohuk, en la región autónoma del Kurdistán, a tan sólo 70 kilómetros del bastión iraquí del IS que una vez fue su hogar.
«Mosul no es lo que era. Hace unas semanas el Daesh (acrónimo en árabe del Estado Islámico) ejecutó a un amigo. Había trabajado para la inteligencia iraquí. Allí todo el mundo se conoce. Alguien del barrio tuvo que delatarle», murmura el comerciante, apesadumbrado por el futuro de una urbe que los adláteres de Abu Bakr al Bagdadi administran sin piedad. Doce meses después de que irrumpieran en sus calles, nada escapa a su yugo. «Toda la ciudad está bajo su control. Toda, sin excepción. Si fueran capaces de controlar el aire que respiramos encontrarían la manera de medirlo y cobrárselo», narra a este diario un activista que vive en Mosul y que por razones de seguridad rehúsa desvelar su identidad. «Crearon –agrega– una oficina para cada aspecto de la vida. Estamos bajo una autoridad sangrienta».
«Han trabajado duro para ganarse el favor de la gente y han construido un Estado valiéndose del sentimiento de ausencia de Estado que albergaba la población», apunta el analista Hassan Hassan, coautor del ensayo ISIS, dentro del ejército del terror. De las ruinas del Estado iraquí –que desde la invasión estadounidense marginó a la población suní empujándola hacia el extremismo– han edificado un monstruo burocrático con innumerables tentáculos organizados a partir de su respectivo diwan (consejo). Todo está sujeto a regulación: desde los servicios públicos (Diwan al Jidamat) o la educación (al Taalim) hasta los asuntos judiciales (al Qada wa al Mazalim) o la policía dedicada a supervisar la moralidad pública islámica (al Hisbah).
La ultraconservadora interpretación de las enseñanzas de Mahoma ha erradicado hasta el más leve pasatiempo: los cigarros y el narguile (pipa de agua) fueron prohibidos en junio; la lectura está restringida a obras religiosas; se han suprimido las asignaturas de música, dibujo, historia y filosofía; se han clausurado las bibliotecas y vetado el comercio de los «libros de la apostasía y la felonía», como el IS ha bautizado a novelas y tratados de filosofía o historia; y seguir por televisión los partidos de la liga de fútbol española se castiga con 80 latigazos.
«Al principio la condena para los vendedores de tabaco era 70 azotes y una cuantiosa multa. Ahora es la decapitación. El IS impone a diario a los ciudadanos nuevas y severas sanciones», reseña el activista, que administra la página de Facebook Mosul Eye (el ojo de Mosul). La represalia más reciente va dirigida a la parroquia masculina: desde la pasada semana se detiene y azota a quienes reniegan de la barba, una medida que ha causado pavor entre los adolescentes imberbes. Hace meses, en cambio, que se despachan considerables multas a quienes no frecuentan las mezquitas. Y los mercaderes que no cierran durante el rezo se enfrentan a la confiscación de su negocio y a un mes entre rejas.
Los gendarmes de la moral más pacata han sepultado a las mujeres bajo las telas del niqab (prenda que oculta todo el cuerpo salvo los ojos). Son ellas, de lejos, las más atormentadas. Deben acudir al mercado acompañadas de un tutor varón (mehram) y durante el mes sagrado de Ramadán, que este año arranca a mitad de junio, tienen completamente prohibido salir a la calle. «Mi cuñada, que aún vive en Mosul, prefiere no salir de casa antes que colocarse el niqab. Y sus nietos han dejado de ir a la escuela por miedo a lo que se enseña», relata Aisha Ismail, que vendió su vivienda en la localidad unos años antes del hundimiento.
Cansada de los ataques suicidas y los puestos de control que carcomían su callejero, se instaló en el apacible Kurdistán. Al igual que otras miles de familias, el frente que escoltan militantes del IS y peshmergas (tropas kurdas) ha cancelado los encuentros de Aisha con sus seres queridos. Como si un muro inexpugnable se interpusiera entre parientes que se hallan a menos de una hora en coche. Ni siquiera el hilo telefónico ha mitigado la distancia. A finales del año pasado el IS cortó las comunicaciones enconando el aislamiento que padecen sus moradores. «Hablo con los parientes cuando se aproximan al frente en busca de cobertura. Incluso si pudieran telefonear desde el interior no se atreverían. Han escuchado que a quienes cacen hablando por móvil les amputarán la oreja», dice Aisha.
Abandonar los dominios del califato resulta una misión tan arriesgada como amoldarse al corsé de vivir intramuros: «Las fronteras –desgrana el activista– están completamente cerradas y nadie puede salir. Las condiciones son terribles para quienes lo solicitan. El IS exige documentos de la hipoteca y propiedad de la casa; 2.500 dólares y un automóvil manufacturado después de 2011 en concepto de depósito; y alguien que ampare al viajero por el plazo de un mes. Si el permiso expira sin que haya regresado el demandante, el garante es arrestado y la vivienda, el vehículo y el depósito son confiscados. Al viajero se le considera un infiel y apóstata que puede ser asesinado».
El estado de terror –alimentado por la macabra exhibición de crucifixiones, lapidaciones o amputaciones y la destrucción del patrimonio arqueológico– y la reclusión han provocado que algunos abracen opciones desesperadas. Como Abdalá Mohamed, vecino de un barrio de Mosul, que evacuó a su esposa e hijos a través del río pero acabó en las garras de los yihadistas cuando cometió la imprudencia de volver a por el último equipaje. Su cadáver apareció en una morgue. Pese a que los ataques aéreos de la coalición internacional han destruido posiciones del IS y liquidado a hasta tres gobernadores del enclave, la organización carece de enemigo que le haga sombra. «Se ha atrincherado en Mosul y ha sojuzgado a sus rivales. No hay fuerza local que pueda socavar su Gobierno», reconoce el experto en yihadismo Aymen al Tamimi.
Para afianzar su respaldo popular y maquillar los altos índices de paro, la escasez de combustible o la subida del precio de los alimentos, los barbudos han pergeñado una asistencia social que trata de garantizar el abastecimiento de agua o el reparto de viandas y se han afanado en vender la normalidad tras expulsar a cristianos y chiíes y expropiar sus fincas. «Funciona como un buen ayuntamiento. El pueblo está limpio y los servicios de educación, sanidad o agua han mejorado. Para muchos vecinos, vivir bajo el Estado Islámico es mejor que a las órdenes de un ejército sectario», concluye Al Hamadani.
por FRANCISCO CARRIÓN DOHUK (IRAK).