La democracia está reñida con los intolerantes. Es imposible deslegitimar el terrorismo mientras se legitima a los colaboradores necesarios de los terroristas. La beatífica fórmula de que entre nosotros caben ‘todas las ideas, todos los proyectos y todas las personas’ revela su siniestro carácter a la vista de sus consecuencias.
En democracia demandar razones públicas no parece mucho pedir, salvo para quienes no las tienen. Suele ser el caso del nacionalista. Para éste, además de una osadía injustificable (¡pedirle razones, cuando bastan las emociones!) es toda una ofensa por la que clamará venganza. No ha transcurrido día de los últimos años sin que el mundo nacionalista haya dejado de abominar de las sentencias judiciales que ilegalizaron a Batasuna y coaliciones hermanas. Han sido invectivas, amenazas, soflamas, falacias, sofisterías o simples barbaridades; argumentos dignos de tal nombre, ni uno. Según insiste el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, esos grupos fueron prohibidos por «proponer un programa político en contradicción con los principios fundamentales de la democracia». Nuestros nacionalistas saben más. Para ellos esas ilegalizaciones constituyen una sucia maniobra para privarles de la mayoría electoral en esta Comunidad y, por tanto, de su gobierno. De modo que replican airados en nombre de la verdadera democracia frente a esta otra democracia ficticia y tramposa que al parecer les persigue.
Pero ¿cuál es la función del número en la política democrática? Entendida ésta como el gobierno de la mayoría, un régimen que consagra sin reservas los deseos de los más, todo cuanto reclame el mayor número merecería enseguida la credencial de democrático. Así lo entienden esos vociferantes para quienes los grupos políticos no se legalizan por su conformidad con la ley, sino de acuerdo con los votos que cosechen en las urnas. Todos ellos hablan como partidos democráticos, faltaría más, pero surten de estímulos y coartadas a los que no lo son.
Cuesta poco probar que tan toscos alegatos son fruto de la demagogia, no de la democracia. Pues ni la voluntad mayoritaria de los electores es omnímoda ni expresa el principal componente de lo democrático, porque tampoco éste se reduce a una mera técnica de toma de decisiones colectivas. Como sólo fuera eso, la democracia no requeriría ciudadanos, sino simples sujetos de preferencias, igual que clientes en un mercado. Como no fuera más que eso, un régimen democrático quedaría expuesto a su autodestrucción cuando a la mayoría le apeteciera encumbrar a un dictador. En esa democracia (?) sobraría cualquier palabra argumental para justificar lo que se solicita, porque bastaría contar los votos. En esa democracia (?) desaparece el ‘coto vedado’ de los derechos individuales que ninguna mayoría, ni la casi unánime, puede recortar.
Quienes braman contra la Ley de Partidos aducen que algo falla en nuestro sistema democrático si aquí tanta gente -una minoría, con todo- queda privada de la que sería su representación política más propia. No se les ocurre preguntar, al revés, qué es lo que falla en tantos ciudadanos vascos para incumplir los requisitos que demanda cualquier representación democrática. Se viene a proclamar que no puede ser injusto lo que tantos exigen, en lugar de reconocer que lo injusto no mejora nada por numerosos que sean sus partidarios. De manera que será duro de admitir, pero hace ya lustros que una parte importante de la Comunidad Vasca se halla acampada fuera del territorio democrático, carente de las categorías políticas y disposiciones morales mínimas para la convivencia civil. ¿Qué habrá de cambiar entonces: el concepto y las reglas de la democracia o el concepto y los valores de ese sector de la población? Siendo una patología política indudable, ¿nos ponemos a tratar al enfermo o certificamos que goza de una salud (disculpen el chiste) a prueba de bomba?
Todos a una insisten en que así se desfigura el mapa electoral de Euskadi, como si pudiera ensancharse a capricho la idea y el cauce de la representación democrática. Pero el caso es que no todo lo que está presente en una sociedad debe ser políticamente representado. Si algunas realidades (como los gustos culinarios de los ciudadanos) no se representan debido a su irrelevancia política, otras son irrepresentables. Son realidades con una evidente presencia social y relevancia pública, pero que no deben tener representacion democrática por ser ilegítimas. La conciencia ciudadana debe hacerse oír en público, claro está, pero no ésa que manifiesta un propósito coactivo o una amenaza criminal de eliminar a sus adversarios. Los portavoces de semejante voluntad pierden inmediatamente su derecho al sufragio pasivo. En democracia no pueden ser elegibles quienes jalean o admiten impertérritos que se atente contra la vida y libertad de otros muchos electores y elegibles. ¿O sí?
En definitiva, sean muchos o pocos, la democracia está reñida con los intolerantes. Estos son no sólo los que proclaman su empeño de alcanzar su objetivo político mediante el terror, sino también sus cómplices. Resulta escandaloso rendir homenaje a las víctimas, condenar a sus asesinos y al mismo tiempo amparar a los cómplices de esos asesinos. Es imposible deslegitimar el terrorismo mientras se legitima a los colaboradores necesarios de los terroristas. Aquella beatífica fórmula de que entre nosotros caben ‘todas las ideas, todos los proyectos y todas las personas’ revela su siniestro carácter a la vista de sus consecuencias. O es rechazable sencillamente por contradictoria. Pues el pluralismo puede acoger todas las creencias o proyectos…, salvo los que se proponen suprimir precisamente ese pluralismo. Ya se ve que una tolerancia ilimitada entraña una falsa tolerancia, porque, al consentir lo intolerable, aceptaría lo que acaba con ella misma. Y mal puede reclamar tolerancia para sí y los suyos quien la niega a sus adversarios.
Volvamos a preguntar: ¿Darán los nacionalistas por fin un argumento, uno solo?
(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco)
Aurelio Arteta, EL CORREO, 30/12/2009