Pedro J. Ramírez-El Español

El chusco jolgorio con que tres ministros han celebrado que a Noelia Núñez la hayan “pillado con el carrito del helado”, tras falsear su currículo, marca el tono intelectual de este gobierno.

Significativamente uno de ellos, Óscar Puentese jacta de tener un “Máster en Dirección Política” cuando lo realizó en la propia escuela de formación del PSOE sin capacidad de emitir títulos.

Carmen Calvo dijo en su día que lo del “máster” de la escuela Jaime Vera era una “utilización común del lenguaje” y el propio interesado lo ha despachado con un “allá los que digan que es un cursito de nada”.

He ahí al ministro tuitero de la Ley del Embudo, sin tiempo ya para ocuparse de las infraestructuras.

Pero es el caso de que los otros dos miembros del Gobierno que recurrieron al mismo pedestre “carrito del helado” -la portavoz Pilar Alegría y Óscar López– fueron quienes más se distinguieron por difundir y mantener, a sabiendas de que era falsa, la acusación de que el capitán Bonilla había planeado poner una bomba lapa bajo el coche de Sánchez.

Todas las mentiras merecen repudio y castigo, pero sus consecuencias políticas deberían ser proporcionales a su envergadura.

Noelia Núñez ha dejado su acta y todos sus cargos por pretender que había terminado carreras que sólo había iniciado. Alegría y López no sólo siguen en el Gobierno, sino que cuanto más mienten más parecen ganar en la estima del presidente.

Otro tanto habría que decir de quienes como María Jesús Montero y Bolaños “pusieron la mano en el fuego” por Santos Cerdán. La imputación y prisión preventiva del ex secretario de Organización son reales, pero sus quemaduras no pasan de virtuales.

Son los quemados por Dios y por España. Los quemados por el “puto amo” y por su Estado plurinacional.

Este mismo jueves el propio Óscar Puente ha desarrollado las bases de ese culto al “puto amo” que comparte con el resto de los ministros, altos cargos socialistas, comunicadores en nómina y firmantes del último manifiesto de creadores adictos.

Resulta que el mismo Sánchez que no deja de cosechar reveses en la UE y en la OTAN “tiene un grado asombroso de la escena internacional… tiene autonomía, discurso y habla inglés”. Por eso en la India, “lo recibieron cientos de miles de personas en la calle con sus fotos”.

Qué más da que las crónicas de aquella visita sólo hablaran de “centenares de personas” y que las fotos al paso de la comitiva en la que acompañaba al primer ministro Narendra Modi respondieran al protocolo oficial. Para Puente, atención, esas guirnaldas en una calle de la India demuestran que los españoles deberíamos considerar a Sánchez como “un logro de país”. Algo así como una gloria nacional.

Desde que Platón topara en la corte de Siracusa con los “Dionysokolakes” o “aduladores” del tirano Dionisio, no habíamos escuchado algo parecido.

El líder de los “Dionysokolakes”, un tal Arístipo, solía elogiarlo arrojándose a sus pies. Cuando alguien le reprochaba que, con tal de medrar, perdiera así su compostura, Arístipo se justificaba cínicamente: “Yo no tengo la culpa de que Dionisio tenga orejas en los pies”.

No es casualidad que Sánchez se haya rodeado de un entorno de sicofantes, espolvoreado con zumaque para darle una apariencia ideológica. Es lo propio de quien ha hecho del engaño su palanca de poder y ha convertido -en feliz expresión de Antonio Elorza- “la pasión por sí mismo” en su único proyecto político.

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Durante cincuenta años, desde que Suárez formó en 1976 el bautizado como “gabinete de subsecretarios” que habría de llevarnos -legalización del PCE mediante- a las primeras elecciones libres, he observado, analizado y descrito a todos los gobiernos de la democracia.

Hablo, pues, con conocimiento de causa cuando digo que este, que acaba de pasar el ecuador de la legislatura y celebrará el martes su último consejo de ministros prevacacional, está siendo el peor de todos ellos.

Es cierto que los gobiernos de UCD se caracterizaron por su inestabilidad y querellas cainitas. Pero engendraron el consenso constitucional, el proceso autonómico y leyes como la del divorcio o la reforma fiscal. El propio Calvo Sotelo defendió la democracia frente al golpismo y dio el paso decisivo de entrar en la OTAN.

Es cierto que en el primer gobierno de González germinaron los GAL y tramas de corrupción luego descubiertas como Filesa o Ibercorp. Pero también se logró entrar en la entonces Comunidad Europea y se produjo el viraje que desembocó en el referéndum para seguir en la Alianza Atlántica.

Es cierto que el último gobierno de González gestionó al mismo tiempo una dura crisis económica y la afloración de los escándalos acumulados durante más de una década. Pero nunca trató de protegerse con pactos vergonzosos ni eludió la responsabilidad de traspasar el poder al vencedor, anteponiendo el sentido de Estado al “somos más” de Frankenstein.

Es cierto que el último gobierno de Aznar cometió los graves errores de respaldar la invasión de Irak y atribuir precipitadamente el 11-M a ETA. Pero su legado de prosperidad fue tal que engendró los únicos superávits de las cuentas públicas, apuntalados luego por la política económica moderada de Zapatero.

Es cierto que el último gobierno de Zapatero reaccionó tarde y mal a la crisis financiera e implementó políticas equivocadas de gasto público que agravaron el problema. Pero tuvo el coraje de asumir las políticas de ajuste que permitieron a España eludir el rescate y culminó con éxito el turbulento proceso de paz que puso fin al terrorismo de ETA.

Es cierto que el primer gobierno de Rajoy despilfarró el enorme capital de su mayoría absoluta mediante una política fiscal opuesta a la prometida y la total pasividad en materia de regeneración democrática. Pero logró darle la vuelta al declive económico, estabilizar el sistema financiero mediante el rescate bancario e implementar la Reforma Laboral que impulsaría la recuperación.

Es cierto que el segundo gobierno de Pedro Sánchez ya estuvo basado en un gran engaño: dijo que “le quitaría el sueño” tener ministros de Podemos y nombró a Iglesias y a Irene Montero y produjo normas como la “ley del sí es sí” o la “ley trans”. Pero luchó con denuedo contra la pandemia, amortiguó su impacto mediante los ERTE y consiguió que la UE ejerciera por primera vez una actitud solidaria mediante los Fondos Next Generation.

Habría sido un balance digno, con la épica de la única moción de censura aprobada en democracia como trasfondo. Pero todo lo bueno que había aportado Sánchez al proceso político, con sus dos triunfos en el PSOE apelando a las bases frente al aparato, quedó sepultado por su descomunal mentira de la campaña de 2023.

Tanto él como sus principales adláteres repitieron una y otra vez que nunca concederían la amnistía que exigían los golpistas catalanes por su carácter injusto, amén de inconstitucional. Pues bien, exactamente eso es lo que hicieron, sin parpadear, cuando tras perder claramente las elecciones vieron que podían formar una mayoría heterogénea que llamaron “progresista”, queriendo decir “todos contra Feijóo”.

De ese fruto podrido, de esa doble mentira, nació un gobierno inviable que es el que desgraciadamente padecemos.

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Llevamos dos años sin presupuesto, con un “do nothing Congress”, en el que la pretensión de Sánchez de gobernar por decreto ha terminado estrellándose contra lo que el PNV ha bautizado como “mayoría destructiva”.

Feijóo no tiene votos para una moción de censura, pero Sánchez tampoco los tiene ni para la reválida de una moción de confianza, ni para aprobar ninguna ley que no satisfaga a la vez a la derecha identitaria de Junts y a la izquierda antisistema de Podemos.

Eso aleja el riesgo de que salgan adelante iniciativas tan dañinas como el cupo catalán, la cesión de la inmigración, la jornada de treinta y siete horas y media o las leyes contra jueces y periodistas, orquestadas por Bolaños bajo el disfraz del Plan de Acción para la Democracia.

Pero la polarización extrema alentada por Sánchez también impide todo acuerdo transversal con el PP, incluso en asuntos de sentido común como el decreto antiapagones. Sánchez no gobierna, pero tampoco abre la puerta a que otro lo haga -o a lograr él mayor respaldo- convocando elecciones.

Es lo que haría cualquier demócrata en su caso. Es lo que le pide la inmensa mayoría de españoles, incluidos los votantes de su partido. Pero él se aferra a la Moncloa porque, aunque no gobierne, manda.

Sánchez manda sobre sus serviciales ministros, incluidos los de Sumar, sobre su oceánico gabinete, sobre su red de embajadores, sobre el CIS de Tezanos, sobre los directores de programas de RTVE, sobre los que manipulan el reparto de la publicidad institucional, sobre la tripulación del Falcon que le lleva de excursión, sobre las empresas públicas y asimiladas. Y manda sobre el BOE con el que reparte nombramientos y prebendas.

No gobierna, no legisla, no reforma nada, pero mantiene la vara del poder en las manos y pretende seguir haciéndolo dos años más. ¿Para qué? Para defendernos a los españoles de la “internacional del odio”.

Parecería un chiste. O la historia de un loco que se creyera ungido por la providencia para salvar a España con un caballo de cartón y una espada de madera. El problema es que maneja los resortes del Estado.

El maniqueísmo de Sánchez, ya lo he explicado otras veces, tiene mucho que ver con su narcisismo político. Se ve tan adecuado para la tarea imaginada que termina odiando a los que dice que le odian.

Y a medida que los escándalos y el desgaste consustancial a su desquiciada fórmula de Gobierno van reduciendo su base social, el porcentaje de los odiados ‘odiadores’ no deja de crecer.

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Es una dinámica acción-reacción que afianza al PP como alternativa de gobierno en solitario, entregándole un amplio espacio en el centro del espectro político.

Pero a la vez constituye uno de los dos grandes motores de propulsión de Vox.

No hay mejor agente electoral de la ultraderecha que un presidente que hace lo que hace Sánchez y dice que lo hace para combatir a la ultraderecha.

El segundo gran motor de propulsión de Vox es el papel que juega la inmigración en el modelo de crecimiento español del que tanto alardea el presidente.

El mismo día que la primera EPA con más de 22 millones de ocupados desataba la euforia gubernamental, Invertia desvelaba que el 56% de los puestos de trabajo creados en la última década los desempeñan inmigrantes o hijos de inmigrantes.

Esa tendencia, acelerada en los últimos años en paralelo al crecimiento de la población extranjera, implica la constante importación de mano de obra barata para sectores como la hostelería, la agricultura o la construcción.

El “gran relevo” en estos oficios incómodos con bajos salarios y poco valor añadido no es fruto de una conspiración política sino de la natural condición humana. Cada vez son más los españoles que prefieren malvivir con subsidios a ejercer esos trabajos.

Por eso suben a la vez el PIB y los índices de exclusión y de pobreza. Por eso bajan a la vez la productividad y el poder adquisitivo de los salarios.

Y lo peor es que no se trata de un conflicto de suma cero porque este incremento de la población, estimulado por las giras africanas de Sánchez, conlleva un inevitable deterioro no sólo de la seguridad -que es de lo que más se habla- sino de los servicios públicos.

La impuntualidad de los trenes, el estado de las estaciones, las listas de espera para diagnóstico en la Sanidad, los problemas de integración en la Educación o por supuesto el colapso del mercado de la vivienda son manifestaciones de una misma política.

Una política temeraria en todo caso y simplemente suicida cuando no se dispone de un presupuesto que pueda acompasar necesidades e inversiones.

Desbordado en su incompetencia este pésimo gobierno sólo sabe subir los impuestos y calentar la retórica sobre la supuesta xenofobia de un número creciente de españoles. Por eso de lo que presumió no es de haber detenido a quienes dieron la brutal paliza al jubilado de Torre Pacheco -pues ello implicaba reconocer su origen magrebí-, sino de haber detenido a los repulsivos agitadores ultras que provocaron disturbios en el pueblo.

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¿’Quousque tandem’? ¿Hasta cuándo? No hay un solo sondeo que indique que Sánchez está mejor de lo que estaba. Sólo discrepan en la velocidad e intensidad de su caída.

Todo corrobora mi pronóstico de que cuanto más resista, será mejor para sus adversarios y peor para el PSOE. Si eso se traduce en un gobierno moderado fuerte y en una catarsis en el socialismo español, habrá merecido la pena esperar.

¿Pero él que piensa? Seguro que este lunes, al hacer balance de un curso terrible volveremos a escuchar al mismo Sánchez de siempre, instalado en su realidad paralela, insistiendo en la viabilidad de los pactos simultáneos con Junts y Podemos.

Pero la pausa de agosto le obligará a reflexionar. Como siempre ante el espejo. Y entre las preguntas que tendrá que contestarse hay una que se desprende, insoslayable, del sondeo que publicamos hoy.

¿Por qué resulta que un 58% de mujeres españolas cree que, tal y como denunció Feijóo, Sánchez “ha sido partícipe a título lucrativo del abominable negocio de la prostitución”?

Seguro que su primera respuesta será que la encuesta está manipulada, por mucho que publiquemos los megadatos. Luego dirá que somos un “seudomedio” al que, además de quitarle la publicidad institucional, habrá que crujir con la nueva Ley del Honor.

Le quedará por último la explicación de que el líder del PP, como todos sus adversarios, trata de “deshumanizarle”.

Claro que, si tuviera cerca algún Pepito Grillo, o alguna ‘Pepita Grilla’, puede que tal vez, a lo mejor, le susurrara como mera hipótesis, que él ya llegó con ese defecto de fábrica.