ELISA DE LA NUEZ-EL MUNDO

La autora lamenta la incapacidad de conjugar la gobernabilidad con el pluripartidismo y apela a la responsabilidad de los gobernantes para superar los vetos, que minan la esencia del sistema democrático.

SON MUCHAS las reflexiones que pueden hacerse del sorprendente bloqueo institucional que vivimos en España desde las últimas elecciones generales, o para ser más exactos, desde que se rompió el bipartidismo en 2015. Desde entonces ha habido tres generales y una moción de censura, y periodos de tiempo muy prolongado con gobiernos en funciones, con lo que eso supone desde el punto de vista de la gobernabilidad. Recordemos que su función principal es hacer el traspaso de poderes al nuevo Ejecutivo, evitando que se produzca un vacío de poder; de ahí que, como recuerda la Ley del Gobierno, deben limitar su gestión al despacho ordinario de los asuntos públicos y no puede adoptar otro tipo de medidas, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general. Y es lógico puesto que un Gobierno en funciones no goza de la confianza de las nuevas Cámaras. El presupuesto es que un Gobierno esté muy poco tiempo en funciones. Pero Rajoy en 2016 gobernó en funciones durante 316 días y el actual Gobierno de Pedro Sánchez lleva ya en funciones desde las elecciones del 28 de abril. Y más allá de haberse fijado una fecha por fin para la votación de investidura, las previsiones no son buenas.

Lo cierto es que el sistema político español parece incapaz de compatibilizar la gobernabilidad con el pluripartidismo. Hay muchos factores que lo explican, aunque no por eso la situación resulta menos preocupante. Se pueden mencionar, en primer lugar, los factores estratégicos; la coincidencia temporal de las generales con las autonómicas y locales que ha priorizado los pactos regionales y municipales sobre los nacionales; la renuncia de Ciudadanos a funcionar como partido bisagra –que fue el papel que desempeñó de forma fallida con el acuerdo con Sánchez que no consiguió la abstención de Podemos y después con éxito con el Gobierno de Rajoy gracias a la abstención del PSOE– , lo que ha dejado vacío un espacio que en un entorno tan fragmentado resulta crucial para facilitar la gobernabilidad; la presencia de unos cuantos partidos antisistema en el Parlamento, con un número nada desdeñable de escaños, lo que plantea el debate de si es preferible integrarlos en los acuerdos o hay que vetarlos y levantar un cordón sanitario, obviando la cuestión de que un cordón sanitario se le impone a sus votantes puesto que son partidos legales aunque no sean constitucionalistas, como han puesto de relieve las peculiares fórmulas empleadas por sus diputados para la toma de posesión.

Cabe también añadir que el pluripartidismo ha acentuado no solo la fragmentación sino también la polarización, dado que los partidos tienden necesariamente a buscar una mayor diferenciación de sus competidores electorales, poniendo el foco sobre las diferencias y atenuando las semejanzas, que suelen ser mucho mayores de las que se muestran a los votantes. Por otro lado, los nuevos partidos en cuanto a su estructura y democracia interna, compiten en hiperliderazgos con los viejos partidos, teniendo aparentemente las mismas o mayores dificultades que ellos para integrar corrientes minoritarias o discrepantes o para contar con las voces críticas que, como ha ocurrido con Íñigo Errejón, han tenido que formar su propia plataforma electoral. Por último, también los propios líderes tienen que marcar diferencias entre sí, máxime cuando todos son hombres de la misma generación y la mayoría con carreras políticas dilatadas y algunos, como Sánchez o Rivera, curtidos en la adversidad política.

En todo caso, hay que tener presente que el pluripartidismo se mueve dentro de un sistema político cuyos incentivos institucionales no han variado y eso explica muchas cosas. Esos incentivos, que no suponían problemas en épocas de bipartidismo imperfecto, como demuestra la gran estabilidad de los Gobiernos hasta 2015, ahora sí lo son. El factor institucional es muy relevante por la sencilla razón de que las reglas del juego que tenemos no ofrecen incentivos suficientes para la formación de Gobiernos en un entorno fragmentado y permiten con facilidad el bloqueo que padecemos. No es casualidad que sea más fácil alcanzar acuerdos en ayuntamientos, donde si no hay un acuerdo que alcance la mayoría absoluta gobierna automáticamente la lista más votada, o en comunidades que sí cuentan con los incentivos correctos. En cambio, en el ámbito estatal hay que mencionar la falta de previsión de un plazo para presentarse a la investidura, lo que permite posponer sine dia ese momento si el aspirante a presidente del Gobierno no lo considera oportuno por no tener garantizada la mayoría a favor. Recordemos lo que ocurrió cuando Rajoy se negó a presentarse tras las elecciones de 2015, lo que provocó un primer bloqueo institucional que solo se resolvió tras la presentación fallida de Sánchez a la investidura y la convocatoria automática de elecciones a los dos meses, tras ponerse en marcha el calendario electoral.

Por tanto, mientras no se cambien estos incentivos –y hay muchas propuestas encima de la mesa, algunas bastante razonables como copiar la fórmula del Parlamento vasco en que los diputados solo pueden votar a favor del candidato a lehendakari o abstenerse, pero no votar en contra–, hay que seguir funcionando con las reglas de juego que tenemos. De ahí la necesidad de apelar a la responsabilidad de todos porque es urgente que las instituciones funcionen. Ahí tenemos el ejemplo de Cataluña como aviso de navegantes de lo que ocurre cuando un bloqueo se cronifica, un Parlamento no legisla y un Gobierno no gobierna, todo ello combinado con la agitación de la calle.

Pero conviene no olvidar el factor cultural que suele ir unido al institucional. Es cierto que los ciudadanos (según el útimo CIS) no habían estado tan preocupados por sus políticos desde 1985; pero no lo es menos que no parecen haber castigado en las urnas las estrategias de polarización, de vetos cruzados y del no es no desplegadas ampliamente en la campaña electoral, que permitían augurar un escenario como el que vivimos de no darse, como estaba pronosticado, una mayoría absoluta. Al contrario, algunos partidos pueden interpretar razonablemente sus resultados como un aval a sus propuestas de vetos o de no alcanzar determinados acuerdos. Y ahora pueden decir que no cambiar de estrategia para facilitar la gobernabilidad es una prueba de lealtad al electorado. Y, sin embargo, este tipo de actitudes –o de coherencia mal entendida– lleva al bloqueo si, como ha ocurrido, los pactos resultan ser imprescindibles para la gobernabilidad. En un escenario pluripartidista los vetos y las promesas a priori de no pactar con unos u otros –y todo ello con independencia de los acuerdos programáticos, por cierto, que son los grandes olvidados– deberían ser mirados con desconfianza por un electorado que aspire a gobiernos estables, porque las dos cosas pueden llegar a ser sencillamente incompatibles como estamos viendo.

POR ÚLTIMO, convendría no olvidar la llamada de atención de Levitsky y Ziblatt en su espléndido libro Como mueren las democracias; si convertimos –aunque sea retóricamente y en campaña electoral– al adversario político en un enemigo con el que no es posible pactar nada y al que hay que impedir a toda costa que llegue al Gobierno (porque de hacerlo se presume que acabará con los consensos básicos establecidos) estamos minando la esencia misma del sistema democrático. En este sentido, la responsabilidad de los dirigentes es muy grande. Si ellos colaboran y alcanzan acuerdos el mensaje que se lanza a la sociedad es muy claro: los pactos entre adversarios no solo no son peligrosos sino que son posibles y son fundamentales para alcanzar gobiernos estables. Este mensaje me parece clave en una sociedad en la que no existen graves fracturas, como ocurre en otros países, por cuestiones de raza, religión o incluso clase social. El ejemplo de Cataluña es un aviso a navegantes. La fractura social creada lo ha sido de arriba abajo y no a la inversa. En definitiva, si la polarización –como pienso– es inducida por la clase política y se debe, sobre todo, a razones ideológicas y partidistas debería ser más fácilmente reversible con unos líderes responsables. En otro caso, las consecuencias para la propia democracia pueden ser muy graves.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.