IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

Lo de ayer no fue una noticia. Fue, simplemente, la confirmación de una evidencia. Me refiero al anuncio realizado por el Banco de España en el sentido de que modificará sus previsiones de crecimiento en su próximo informe del mes de diciembre. Sabíamos que eso iba a suceder y también sabíamos por qué iba a suceder. Una vez que el INE, en un alarde de imprecisión estadística, rebajó sensiblemente el crecimiento del tercer trimestre y, tras constatar las enormes dificultades que el desbarate de los costes causa a la industria -y después lo hará al empleo-, estaba claro que era obligado reducir las previsiones anteriores.

Lo cual ha provocado un enfrentamiento entre el órgano regulador y la vicepresidenta Calviño, que defiende con uñas y dientes sus cálculos. La cuestión es menos relevante cuando la disputa se refiere al año 2020 -está ya amortizado-, pero cobra importancia creciente cuando se usa como base de partida para estimar los ingresos a recaudar en 2022 y que deben servir no ya para cuadrar los gastos que atiborran los Presupuestos, que eso es misión imposible, pero al menos para mantener el déficit dentro de los laxos límites establecidos por el Gobierno y mirados con recelo por la Unión Europea.

Porque el problema se encuentra ahí. Parece seguro que la evolución de la economía española hasta finales de año va a ser peor de la prevista, y eso nos obliga a calificar de optimistas los ingreso que soportan los Presupuestos enviados al Congreso. Máxime cuando las cosas en la industria se han puesto realmente serias por culpa de que no llega la solución a la tremenda elevación de los costes energéticos y las materias primas, ni se arreglan los desbarajustes del transporte marítimo. Y espere a que se abran las negociaciones de los convenios, tras portadas como la de este fin de semana, en este mismo periódico, en donde se hablaba de subidas del 12% en la cesta de la compra.

Mientras tanto, el Gobierno se pelea con el Banco de España, pero eso no es lo peor. Lo peor son sus interminables disputas internas. Por ejemplo, ahora, alrededor de la reforma laboral que unos quieren limitar a los famosos y nunca detallados ‘aspectos más lesivos’ (léase la vicepresidenta Calviño) y otros quieren su demolición completa ( la vicepresidenta Díaz dixit). Mientras todo ello sucede bajo la preocupada y atenta mirada de la Comisión Europea, que tiene cerrado el grifo de las ayudas y no lo abrirá hasta que se alcance un acuerdo entre el Gobierno y los agentes sociales. Una exigencia que, hoy en día, parece insalvable, dado que los empresarios nunca aceptarán ni firmarán su demolición y menos en estos tiempos de incertidumbre. Ese sí que es un buen lío.