ANTONIO MUÑOZ MOLINA-EL PAÍS
- El esfuerzo inmenso de sentido común y de concordia práctica de la Unión Europea se sustenta sobre los escombros de un continente arrasado por la guerra y envilecido por el genocidio
Desde la ventana de la habitación del hotel se veía un ángulo de lo que al principio me pareció un parque, un muro de piedra y por encima copas de árboles otoñales, amarillos y rojos en el gris plomizo de la tarde, en una llovizna que flotaba en el aire. Al entrar en la habitación había caído de golpe sobre mí todo la aflicción gradual del viaje. Lo único que había visto de Stuttgart, desde la ventanilla empañada del taxi, era una desolación de calles periféricas, bloques de oficinas, edificios industriales, todo con esa modernidad reglamentaria sin alma de las ciudades alemanas reconstruidas tras la guerra. La estación de tren de Fráncfort me había abrumado unas horas antes con una confusión de gente afanosa en los andenes y de mensajes terminantes e indescifrables en los altavoces. Nada me cuesta menos que encontrarme perdido en el mundo. Una editora amable me había guiado hasta el punto exacto del andén en el que se situaría mi vagón y no se apartó de mí hasta que el tren no se puso en marcha. Podía haber un retraso importante, un cambio inesperado de vía. Entre el gentío que llenaba andenes y vestíbulos se distinguían muchas caras de emigrantes, familias enteras con niños, mujeres con velos. Pensé que en estos tiempos una estación de tren española deja una sensación mucho mayor de calma y orden. Ahora todo el mundo en Alemania se queja de los retrasos de los trenes.
En la claridad escasa del atardecer distinguí lápidas verticales entre los árboles. Según anochecía la llovizna se iba convirtiendo en lluvia copiosa. El sonido y el olor de la lluvia son un regalo melancólico para quien viene de la permanente sequía española. Anduve bajo un paraguas por una parte de la ciudad en la que había muy pocas luces encendidas y no se veía a casi nadie. Me crucé con un corredor que se alumbraba con una pequeña linterna atada a su gorro de lana, como una lámpara de minero. Mientras estuve solo iba por la calle como un espía infortunado en una novela antigua de John le Carré.
A la mañana siguiente había salido el sol y la ciudad era otra,. Por la ventana de la habitación se veía mejor el cementerio cercano. La verja estaba abierta de par en par. Nada más cruzarla yo ya no estaba en Stuttgart y en el presente sino en una isla en el tiempo, en un bosque como del romanticismo alemán, con árboles muy altos y tumbas cubiertas de musgo y líquenes, en un paisaje pintado o imaginado por Friedrich. El suelo era una alfombra mullida y rumorosa de hojas sobre la hierba empapada por la lluvia de toda la noche, hojas de castaños, de arces, de robles, de tilos, de ailantos. Pero muchos de los árboles aún no se habían desprendido de las suyas, y otros eran de hoja perenne, así que a pesar del sol y el cielo despejado había anchas zonas de penumbra. Después de días de mucho trabajo, de ruido, de hablar y escuchar en exceso, estar solo y en silencio tenía un efecto curativo. En ese clima tan húmedo un musgo espeso cubría las partes baja de los troncos y muchas de las lápidas más antiguas. El musgo y el liquen se añadían al desgaste del tiempo. Entre las hojas amarillas y rojas del suelo brillaban las bayas escarlata de los tejos, tan suculentas para los pájaros, los cuervos de graznido ronco más poderoso en aquel silencio que las sirenas lejanas de las ambulancias.
Había visto un rato antes en el hotel, en el televisor sin sonido, las llamaradas y ruinas de las ciudades en Ucrania, martirizadas con barbarie metódica por los misiles rusos. Había visto la geometría funeraria de los dirigentes del Partido Comunista Chino, la cara inexpresiva y la mirada muerta de Xi Jinping, tan inquietante en su impasibilidad como la cara fría de verdugo de Vladímir Putin. En las lápidas muy gastadas del cementerio conseguía a veces leer nombres y fechas, del siglo XVIII, de las primeras décadas del XIX, vidas enteras comprimidas entre el nacimiento y la muerte, trágicas en su concisión: en una tumba está el nombre de una mujer que murió de parto a los 20 años, y junto a ella su hija recién nacida y muerta, el mismo día.
Separado por un muro bajo, en una esquina de sombra, está el cementerio judío. Son casi todas tumbas de cierta importancia, con lápidas altas y muy bien labradas, con inscripciones en hebreo. Pero sobre ellas no ha actuado solo la lima del tiempo. Me voy fijando, y la mayor parte de las lápidas muestran huellas de haber sido atacadas, con picos, con martillos, con una saña que en muchos casos ha borrado por completo las inscripciones de los nombres, o partido y arrancado las placas de mármol. Sobre la piedra y el mármol gastados por la intemperie una crueldad homicida de hace más de ochenta años mantiene intactas las señales de un odio al que no le bastaba el exterminio de los vivos y exigía también la profanación de los muertos. Del 9 al 10 de noviembre de 1938, en la Noche de los cristales rotos, la sinagoga de Stuttgart fue incendiada, y noventa ciudadanos judíos asesinados, y muchos más fueron encarcelados.
Pero no hay una placa o una guía que recuerde aquello. Bastan las señales de la antigua furia para alumbrar la memoria de quien ponga un poco de atención. En otros tiempos, cuando estudiábamos lo más negro de la historia del siglo XX, teníamos la sensación de sumergirnos en un pozo irrespirable, pero también abolido, en una pesadilla menos aterradora porque pertenecía a los confines seguros del pasado. En los primeros noventa, el salvajismo de la llamada limpieza étnica en lo que había sido Yugoslavia pudo ser un aviso de que el viejo monstruo carnívoro no había perecido, pero aquella guerra quedaba lejos, en los márgenes de Europa, aunque estuviera tan cerca, apenas a la distancia de un vuelo corto en avión. Sabemos que la historia es una combinación tan compleja de circunstancias, pormenores, peripecias humanas, que no hay periódo que pueda repetirse. También sabemos que el poder sin límites enloquece a los seres humanos, que la codicia extrema no se detiene ante el delito ni el crimen, que la mente humana es extraordinariamente vulnerable a la irracionalidad y al fanatismo, a los delirios del resentimiento, a la seducción de los salvadores vengativos, más letales aún cuando la tecnología les ofrece armas capaces de destruir el mundo. El esfuerzo inmenso de sentido común y de concordia práctica de la Unión Europea se sustenta sobre los escombros de un continente arrasado por la guerra y envilecido por el genocidio. El cementerio antiguo de Stuttgart es un parque donde hay personas ociosas que toman el sol, o pasean a sus perros, o prestan atención a los cantos diversos de los pájaros. Pudo ser una mañana igual de luminosa y tranquila, en el otoño de 1938, cuando los asaltantes llegaron armados de picos y martillos para borrar los nombres y extirpar la memoria de quienes llevaban muertos muchos años.