FERNANDO PALMERO-El Mundo

SÓLO después de escuchar a Pedro Sánchez en Marivent, cobran sentido las valoraciones del Rey en el tradicional posado veraniego de la Familia Real. Una monarquía es ante todo tradición. También prudencia. Y en el caso de nuestro sistema constitucional, sometimiento estricto a una serie de funciones tasadas y de alcance limitado, si bien de definición política imprecisa: «arbitrar», «moderar»… Entre ellas no figura la de mostrar preferencias. Y afirmar, como hizo Felipe VI, que «lo mejor es encontrar una solución antes de ir a elecciones» no deja de ser una respuesta a quienes consideran que unos nuevos comicios ayudarían a formar un gobierno más estable y seguro que el que ahora sería posible. Pero nada en política es casual. Ni gratuito. Como «símbolo» de la «unidad y permanencia» del Estado que es, el Rey pudo haber deslizado la institución hacia el partidismo al anticipar la estrategia que desplegó luego Sánchez en el mismo jardín palaciego.

Intérpretes tiene la monarquía. Ninguno, sin embargo, ha sabido decir de forma convincente por qué el Rey eligió ese escenario, carente de solemnidad institucional; por qué esa fecha, a sólo tres días de la reunión con Sánchez; y el porqué de un inaudito posicionamiento político, cuando el 26 de julio, en un comunicado impecable, había manifestado su determinación de inhibirse hasta que los partidos se pusieran de acuerdo, bien para presentar un pacto que diera paso a un nuevo gobierno; bien para renunciar a él y volver a las urnas. Decisión sensata y prudente, después de haber cometido dos veces el error de proponer al mismo candidato a una investidura, cuando menos precipitada, para la que no contaba con los necesarios apoyos parlamentarios.

En el sentido que le imprime Baltasar Gracián, el arte de la prudencia sería la capacidad de la «persona» para metamorfosear su naturaleza, alternando la «calidez de la serpiente» con «la candidez de la paloma», y convertir ese «prodigio» en una suerte de «moral política», como ha señalado Saverio Ansaldi en un capítulo de la obra colectiva Maquiavelo y España (Biblioteca Nueva). Pero este arte no sería una virtud para el gobernante. Sí, aquel que define el diplomático y teórico florentino como audacia para adaptarse a cada circunstancia con el fin de lograr la continuidad del Estado. Se necesita para ello un cierto carácter capaz de transformar lo inconcreto de un precepto constitucional en un arma legal que evite que sean las fuerzas disolventes las que se apoderen del Estado. Un rey no puede cometer tres veces el mismo error. Y pretender que no ocurra nada.