- La hegemonía socialdemócrata ha construido una sociedad infantilizada que cree que el pasado fue un error que debe ser borrado. El Consejo Estatal del Congreso formado por niños ahonda en ese infantilismo.
La hegemonía socialdemócrata ha construido una sociedad infantilizada. El Estado del bienestar creó a generaciones que prefieren el paternalismo estatal a la responsabilidad individual, la seguridad a la libertad, la igualdad material a la valoración de su mérito. La Nueva Izquierda de la generación del 68, además, inoculó el desprecio al libre mercado y a la tradición, a la experiencia de los padres y, lo que es más importante, la idea de que el futuro se construye sobre la negación del presente.
Ese alejamiento de la realidad es lo que ha marcado a las nuevas generaciones y en especial a los millennials. Estos jóvenes creen que el pasado, en su conjunto, fue un error que hay que borrar. Ha calado como nunca el mito del Hombre Nuevo, la forja del porvenir corrigiendo todo lo que esté fuera del dogma, desde el victimismo y la agresividad. Nos encontramos probablemente con la generación más dogmática desde 1945.
El populismo ha rematado la situación. La generación nacida después de 1995, en general, no soporta el fracaso, es de cristal, prioriza las emociones sobre la razón, el hedonismo sobre el trabajo, y tiene una visión dicotómica sobre el mundo, al que divide entre el bien y el mal, sin matices ni grises. Lo cuentan Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en La transformación de la mente moderna centrándose en la juventud estadounidense, pero ya pasa aquí también.
«Los socialistas pasaron de defender al obrero, concepto evanescente, a ser los paladines de la diversidad sexual y racial»
Caroline Fourest, periodista de izquierdas, cuenta en su libro Generación ofendida la tiranía que ha impuesto la policía cultural y la policía del pensamiento de esa nueva generación. Es Orwell riéndose de nosotros. La escritora francesa describe cómo los millennials obligan a la prohibición de libros, obras de teatro, canciones, comidas o palabras que creen ofensivas para las minorías identitarias. Es la cultura de la cancelación. Lo llaman apropiación cultural y atacan, según se lee en el libro de Fourest, todo lo que no encaje con su dogma, desde una estatua de Colón a un plato tibetano cocinado por un caucásico.
El problema, señala Fourest, es que estos ofendidos son cobijados por las más grandes universidades de Estados Unidos tanto como por los medios de comunicación. Medios que alaban, desde la demagogia más televisiva, cualquier cancelación políticamente correcta. Esos jóvenes no saben lo que es libertad ni los derechos individuales, menos aún la democracia, y dan lecciones con una visión totalitaria e irreal de la vida y de la historia.
La escritora francesa se olvida de los educadores de esa generación de ofendidos, de aquellos que conformaron su mentalidad y que ahora la critican. Alejo Schapire, en La traición progresista, apunta que la culpa la tiene la sustitución de la izquierda clásica por la izquierda de las identidades, lo mismo que Fourest. Los socialistas pasaron de defender al obrero, concepto evanescente, a ser los paladines de la diversidad sexual y racial. Era una manera de acabar con el libre mercado y reforzar el estatismo por la puerta de atrás.
El truco era cambiar la mentalidad, las costumbres, la educación y la cultura por otras progresistas. Ahora esa izquierda identitaria llama facha a la izquierda clásica porque no comulga con sus postulados sobre el sexo, las razas o la ecología. Greta Thunberg, un producto de marketing, nunca podría haber sido una mujer de 50 años. No sería creíble. La mercadotecnia obliga a que sea chica y joven.
«¿Qué podemos esperar de una comisión compuesta por niños más que la repetición de los mantras de esas religiones seculares?»
Esa generación, dice Schapire, ha creado patrullas morales que vigilan el lenguaje, los colores, el número de personas en función del sexo, el comportamiento, el humor, los anuncios, las series, la televisión; todo. Son capaces de quemar viejos libros de Tintín y Astérix y sentirse felices tan sólo porque alguien les dijo que hoy, no en la década de 1920 o 1950, es incorrecta esa mentalidad.
Es el nuevo puritanismo. Dicen que es cosificación que haya mujeres que acompañen a los corredores de Fórmula 1, o que los cuadros del Museo del Prado son machistas, pero callan ante la obligación del burka. Son antirracistas, pero defienden la discriminación de los blancos, y apoyan no comprar productos israelíes para castigar al pueblo judío. Hablan de la igualdad entre sexos y empoderamiento, pero son firmes defensores de la paternalista discriminación positiva.
El resultado de la influencia de esa generación de la cancelación, cegada por la izquierda identitaria, es una tiranía que niega la libertad. Félix Ovejero, en La deriva reaccionaria de la izquierda, dice que, después de dar vueltas al nombre, ha decidido denominarla izquierda antiilustrada por seguir el nacionalismo y las religiones. Pero se olvida de que el socialismo es una religión secular, como bien señaló Raymond Aron, y que el ecologismo y el feminismo oficial, tal y como se plantean ahora, lo son también. Y a esas religiones seculares se aferran las nuevas generaciones forjadas por la izquierda a través de la educación, la cultura y los medios.
¿Qué podemos esperar de una comisión compuesta por niños más que la repetición de los mantras de esas religiones seculares? Dirán lo que aprendieron en la escuela y ven en la tele e internet sobre «salvar el planeta», el racismo y el igualitarismo, la paz y el libre mercado. Aún no han llegado a la edad de distinguir, por conocimiento y experiencia, el pensamiento propio del inducido. Lo triste, en fin, es el infantilismo del político al que se le ocurrió montar una comisión de niños. En su cabeza parecía una buena idea.